Obviamente, la razón de ser de esta ruta se encuentra en la figura de San Francisco. Nacido en 1182 en Assisi (Umbria), su verdadero nombre era Giovanni Bernardone, y su progenitor un desahogado comerciante. Pero el tal Giovanni no estaba destinado a perpetuar la empresa familiar, ya que tras caer preso de los peruginos y padecer una larga enfermedad, su espíritu soñador comenzó a florecer en él. Pronto sintió su vocación cuando el Crucifijo pintado de San Damiano le dijo: «Francisco, ven, repara mi casa, que como ves está totalmente arruinada». Es así como a los 24 años renunció a su cómoda vida y se retiró como eremita, primero, y luego en comunidad, elaborando una regla de convivencia presentada al papa Inocencio III en 1209 y definitivamente aprobada por Honorio III en 1223. Al grupo pronto se unió Clara, una inquieta noble de Assisi, fundadora de la rama femenina de la orden.
El primer convento franciscano fue la Porziuncola, centro desde el cual inició largos viajes, entre ellos la supuesta peregrinación compostelana de 1214, tradición no confirmada, y otros a Egipto y Tierra Santa. La predicación, en pos de la purificación de la Iglesia a través de la penitencia y la pobreza (los frailes menores son una orden mendicante, y el santo era denominado il poverello, o sea, el pobrecillo), constituían su principal cometido y mensaje.
Mientras la congregación se extendía por Italia, Francisco, ya prácticamente ciego, se retiró al eremitorio de La Verna, donde recibió los estigmas el 17 de septiembre de 1224. Dos años después fallecería en olor de santidad en la Porziuncola, tanto es así que su canonización, circunstancia poco frecuente, sería exprés: la realizó en 1228 Gregorio IX, que antes había sido el cardenal protector de la orden. El culto a San Francisco creció como la espuma, y en 1230 ya estaban sus reliquias instaladas en la actual basílica de Assisi. Realidad y leyenda, como es habitual en la hagiografía medieval, se entrelazan en las relaciones de la vida del santo, entre ellas las célebres Florecillas de San Francisco (s. XIV).
Uno de los rasgos de San Francisco que más cautivan al hombre contemporáneo es su amor por la Creación. La dimensión que hoy denominamos ecológica, en los días del santo no existía, y llamar al lobo, a los pájaros, a los peces o al sol y la luna hermanos sonaba a locura. Dicha cosmovisión hace acto de presencia en su Cántico de las criaturas, un texto musicado y cantado en Taizé.
Por lo tanto, el santo ha conseguido trascender a su época más allá de la devoción simplificada a partir de milagros o leyendas. Y lo ha hecho porque se adelantó a su tiempo como una especie de revolucionario, sin abandonar la Iglesia, bajo una serie de premisas imperecederas: el amor a Dios, la veneración por su obra la Naturaleza y el desapego de la riqueza en una vida humilde, sencilla y fraternal. De ahí que haya sido elegido como patrón de la Ecología (Juan Pablo II, 1979), y un modelo para el ecumenismo y el pacifismo.
Una completa biografía en: San Francisco de Asis.