En Baena se repitió la estampa del día anterior en el bar donde desayunamos. Era domingo y estaba lleno pues, supongo, para ellos las 8 de la mañana es horario de oficina y dicen que para el trabajo en el campo no hay días de fiesta. En esta ocasión, aunque presté atención, no se distinguía el tema de las conversaciones. Todos levantaban la voz para hacerse oír por el que tenían al lado. Se formó una algarabía tal que incluso ahogaba el noticiario de la televisión. Vaya usted a saber para qué estaba puesta pues a nadie interesaban ni las escenas de destrucción que aparecían, ni lo que decía  un tipo vestido de militar y con cara de bulldog enfadado que, probablemente en la lengua de Tolstoi (lo supuse por los subtitulos que iban apareciendo), igual nos estaba anunciando el fin del mundo y nosotros sin enterarnos.

Pensé que los aceituneros de Córdoba no parecían menos altivos, aunque si un poco más ruidosos, que los de Jaén. Después del poema de Miguel Hernández parecería que no hay más aceituneros que los de Jaén. Tal vez los de aquí sientan por ello un poquito de escozor en el alma. Tal vez, solo tal vez.

Aunque, en cierto modo, suponga pecar de falta de sensibilidad ante las catástrofes que estan devastando la vida de tanta gente ahí mismo, a la vuelta de la esquina, la otra mañana en el bar de Baena yo tampoco estaba predispuesto a la renuncia. En mi caso a cerrar el paréntesis que supone para mi, ahora mismo, el Camino.

Por tanto levamos anclas y zarpamos rumbo a Castro del Río, surcando … ¿lo adivináis?  ¡Exacto!, el mar de olivos. Cierto que dije que iba a dejar esas burdas metáforas náuticas. Pero es que tras caminar varios días entre ellos ya empiezo a destilar ideas de lo más peregrinas, por absurdas. Una vez me sorprendí imaginando a los operarios que podaban los olivos con motosierra como peluqueros en un salón de belleza retocándoles peinados y manicuras. Otra, que igual por aquí contaban olivos para conciliar el sueño en lugar de ovejas. Mejor lo dejo como está, me dije, total en un par de jornadas ya estaremos en Córdoba.

Al día siguiente, a la salida de Castro, poco antes de entrar en el olivar dejamos el asfalto y encontramos que el camino se había convertido en un tobogán resbaladizo con piscinas llenas de agua esperándonos abajo. Pura diversión. Había llovido de lo lindo por la noche y San Cucarro se había empleado a fondo. Como además seguía lloviendo sin parar, al final claudicamos y buscamos Espejo por la carretera. Normalmente no es la mejor opción pero llegamos sin contratiempos y dimos allí por finalizada la etapa.

Con unos vinos en el bar El Rubio dejamos de lado el chasco de no terminar esa etapa como Dios manda y celebramos la alegría de aquella gente por los litros caídos por metro cuadrado con un arrocito que nos invitaron a compartir con ellos. Esa lluvia era agua para hoy, aceite para mañana.

Luego, por la tarde, ya en Santa Cruz el sol asomó inesperadamente dándole la vuelta al día como si de un calcetín se tratará. Donde las nubes habían descargado inclementes toda la mañana sobre el olivar interminable, ahora un sol declinante acariciaba con delicadeza las onduladas colinas tapizadas con terciopelo verde, supongo  que de cereal.

Hoy hemos llegado a la capital del Califato andalusí. En nuestros días la mención a un Califato islámico genera inquietud al recordar escenas recientes de barbarie y destrucción  Durante la Edad Media, para los incipientes reinos cristianos del norte de la península que se vieron sometidos al constante vapuleo por parte de un al-Andalus pujante, más que inquietante su mención debía resultar pavorosa.

Como última reseña climática comentaré que esta mañana una tal Celia dejó su tarjeta de visita anunciando, al parecer, la despedida del invierno. El cielo, amarillo de polvo africano, cubría la campiña cordobesa. Aprovechando dicha coyuntura San Cucarro ha vuelto a dar muestra de su buen hacer milagrero y, superándose a si mismo, ejecutó su milagro en el aire y  sin necesidad que el agua tocara la tierra, el barro cayó del cielo.

Para acabar, la llegada hoy a Córdoba supone finalizar este breve periplo desde Granada y que mañana pueda empezar uno nuevo. Cuando me marche escucharé en la megafonía del tren:

Próxima parada, Sevilla, correspondencia con al-Balat, el camino empedrado.

Muchas gracias y buenas noches.