“Ser o no ser, ésta es la cuestión. ¿Cuál es más elevada acción del ánimo, sufrir los golpes penetrantes de la fortuna injusta, u oponerles … resistencia?”.

Para Hamlet la vida parece que era sufrimiento y la muerte puede que la solución, de no ser por la incertidumbre respecto a qué viene después, claro.

Para nosotros, peregrinos al pie de la montaña, la cuestión del sufrimiento en el Camino era motivo de duda. ¿Dolor o no dolor? ¿Sufrir o no sufrir?  La cuestión no era ser o no ser, el dilema era ascender al Monte Faro o no subir. Los golpes de la fortuna serian las pronunciadas cuestas del camino. Podíamos afrontarlas o podíamos esquivarlas yendo por Mouricios. Además nos comentaban en Vilaseco que por lo que hoy consideramos como variante transcurría originalmente la ruta y que para un peregrino no tenía ninguna lógica venir hasta aquí para evitar Cebreiro y subir la montaña que se alza entre Chantada  y Rodeiro.

Pero estaba claro que lo más elevado hoy para nuestro espíritu sería llegar arriba. Literalmente  no íbamos a encontrarnos nada más elevado que la cima, así que fuimos para allá. Y la incertidumbre desapareció: después de subir, habría que bajar, seguro. Además, sufrir, sufrir, no íbamos a sufrir tanto. Fatiga, dolor en las rodillas, nada insoportable. En el restaurante donde comimos ayer en Chantada la mujer que nos atendió  nos explicó que en las romerías que se organizan para acudir a visitar a la Virgen al santuario hay devotos que para mortificarse aún más suben descalzos e incluso algunos de rodillas, aunque imagino que solo el último tramo. Ese ejemplo me recordó aquello de que sin dolor no hay gloria.

Pero sentí algo  curioso  al subir. Recogí del suelo una piedra, un trozo de cuarzo blanco que refulgía bajo el sol matinal. A lo lejos se veía el manto nuboso con el que se cubría el Miño para dormir y que todavía no había retirado. Arriba el monte nos esperaba con su propio tocado nuboso. Comprendí que la niebla no se levantaría. La piedra en mi mano dejó de brillar. Se volvió de un blanco denso, casi gris.

¡Más humildad peregrino!  No es que oyera esas palabras, sino que esa idea me cruzó ante los ojos. Disfruto del Camino y caminando. Me ufano narrándolo como si eso fuera lo único que importa. ¡Mea culpa! Subí bajo la niebla espesa y me vi privado de la soberbia panorámica que esperaba encontrar desde la cima. La piedra blanca la llevé como simbólica penitencia hasta el santuario ascendiendo por la ladera herbosa del viacrucis. La conservaré hasta que el sol le arranque nuevos destellos.

Monte Faro resulta un enclave místico y desde antiguo parece que ha servido de espacio de culto. Estar tan cerca del cielo facilita conseguir línea directa con la divinidad de cada momento y quién sabe si también el contacto con aquellos que, muertos o vivos, no son de este mundo. En Galicia hay varios montes con ese nombre, Faro. Además de este, conozco otro cerca de Viveiro, otro cerca de Ponteceso en Costa da Morte, otro cerca de Moaña frente a la ria de Vigo, otro en las Cies, y eso solo los que me suenan a mí por  haber andado cerca. Todos están debidamente cerca del mar y parece coherente con dicha ubicación llamarlos así si se pretendía que sirvieran de aviso para navegantes. Menos este.  Tal vez el nombre aluda al avistamiento de navegantes que no llegan a través del océano.

Mientras empezamos a descender se oía un ruido, un fuerte zumbido. ¿Qué oyes, amigo Sancho?  Durante un largo trecho fue imposible verlos, pero al bajar más empezaron a mostrarse varias formas ocultas entre la niebla.  ¡Son gigantes, amigo Sancho! ¡No, mi Señor Don Quijote, atienda usted, que son molinos! Pero de nada sirvió la advertencia y partió en pos de una batalla que no iba a ganar.

Buenas noches y muchas gracias. ¡Ultreia!