En el siglo XII se produjo en Inglaterra, Irlanda y otros países del norte de Europa un verdadero boom del culto al apóstol Santiago, construyéndose bajo su advocación más de 600 templos, lo cual provocó el deseo de muchos feligreses de peregrinar a su tumba, recientemente descubierta en la lejana Galicia. Mucho debió influir en ello la decisión tomada en 1122 por el papa Calixto II, concediendo a Compostela la celebración de Años Jubileos in perpetuum, durante los cuales los peregrinos que llegasen ante el Apóstol obtendrían la indulgencia plenaria, cosa que debió ser todo un reclamo para numerosos feligreses con mala conciencia por sus pecados.
En los primeros siglos del fenómeno jacobeo, quienes decidían peregrinar hacia Compostela desde las islas británicas o los fiordos escandinavos debían atravesar primero el canal de la Mancha, el mar del Norte o el golfo de Vizcaya, para seguir después una larguísima ruta a pie por desconocidas tierras francas, navarras, castellanas y gallegas, en un periplo azaroso y plagado de riesgos. A la vista de ello algún avispado armador naval tuvo una brillante idea: aprovechar los avances náuticos de la época para reabrir las antiguas rutas comerciales con la península Ibérica (surcadas un par de siglos antes por los drakkars de vikingos y normandos) y convertirlas en una nueva ruta económico-espiritual, donde además de paños ingleses (en la ida), vino, carne o aceite gallego (en la vuelta), transportarían también pasajeros (éstos siempre de ida y vuelta), por lo general grupos de peregrinos solventes (comerciantes, burgueses o rentistas) en busca de la salvación de su alma. De ello resultaría un viaje mucho más breve y seguro, un todo incluido con desplazamientos marítimos y terrestres, manutención y algún guía en su propio idioma, que debían abonar siempre por anticipado. Vamos, idéntico a lo que hacemos hoy en día al contratar un viaje de turismo por agencia.
De esta manera, a lo largo de los siglos XII al XV centenares de peregrinos ingleses, irlandeses, galeses, escoceses, bretones, neerlandeses, alemanes y de los países nórdicos desembarcaban a diario, repartidos entre diferentes puertos (la mayoría en A Coruña, pero también en Ferrol, Neda, Pontedeume, Fisterra, Muros o Noia). Los navíos fletados a tal efecto estaban obligados a pagar importantes aranceles aduaneros al Cabildo de la Catedral y a la Hacienda Real, no sólo por las mercancías sino también por cada pasajero transportado, convirtiendo dicho negocio de viajes chárter en una ingente fuente de ingresos para la curia compostelana y para la Corona.
Así lo relataba el gran viajero y peregrino William Wey en 1456, tras cuatro días de navegación desde Plymouth hasta el puerto de A Coruña, en cuya bahía contó 84 navíos fondeados, 37 de ellos con bandera inglesa: “En el puerto había mucha gente de Inglaterra, de Gales, de Irlanda, de Normandía, de Francia, de Bretaña y de otros lugares”.
Tras la singladura marítima, los barcos esperaban fondeados durante 7 u 8 días, que dedicaban al trasiego y carga de mercancías; mientras tanto los grupos de peregrinos se desplazaban hasta Santiago (ya fuese a pie, en caravanas de carros o en caballerías alquiladas), donde realizaban sus ofrendas al apóstol y acto seguido regresaban al puerto, para zarpar de vuelta a su país de origen. El tiempo destinado a todo este periplo, incluyendo las travesías por mar de ida y de vuelta, debía oscilar entre dos y tres semanas, en función del puerto de origen y de los vientos. Por supuesto, dicho viaje organizado no estaba al alcance de todos los bolsillos.
La generación de riqueza gracias a la llegada de peregrinos por mar quedó mermada a partir del siglo XVI con la pujanza en Europa de las ideas de Martín Lutero (quien consideraba la peregrinación a Compostela un gasto inútil y una blasfemia) y por la ruptura del rey inglés Enrique VIII con la iglesia católica, prohibiendo las peregrinaciones a sus súbditos. Tampoco ayudaron las tradicionales rencillas y conflagraciones bélicas entre España y el Reino Unido, especialmente la guerra de los años 1585 a 1604, con los ataques a poblaciones costeras por parte del corsario Francis Drake y el desastre de la Armada Invencible (denominación sarcástica acuñada, por supuesto, por los ingleses).
Esta ruta marítima concebida para los peregrinos del norte fue poco a poco decayendo, hasta que en los siglos XVIII y XIX dejó prácticamente de utilizarse. De hecho, como otros caminos menores, el Camino Inglés no fue recuperado (y señalizado) hasta la década de los años 1990 gracias al esfuerzo de las asociaciones de Amigos del Camino y la colaboración de varios ayuntamientos.