El Camino como revolución
A José Mariscal, párroco de Carrión de los Condes y pionero de esta «revuelta», víctima de la pandemia.
Siempre hemos creído, y así lo hemos proclamando donde hemos tenido oportunidad y nos han dejado, que el Camino constituye una experiencia anti-sistema. Desde luego no nos referimos al concepto del Camino, por algunos asumido como inevitable, transformado y procesado, con la adición de aceite de palma y estabilizantes, en un producto de consumo más, sino al Camino, corto, medio o largo, que a través de sus valores tradicionales consigue llegar al interior del corazón. Es un planteamiento con ribetes románticos, lo reconocemos, pero es el idealismo quien ha provocado los grandes revolcones de la historia, desde el pacifista de Buda y Cristo hasta el impetuoso de los hugonotes o el marxismo.
Según esta forma de entenderlo, el Camino es una pieza más de una revolución, pero no de una asonada dramática al estilo de las del siglo XIX, con la Libertad guiando al pueblo desde las barricadas (Eugène Delacroix, 1830), ondeando las banderas de las naciones oprimidas en la primavera de los pueblos (1848), o sus epígonos tardo-románticos del marxismo bolchevique a comienzos del siglo XX, como la representada en El acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925).
La revolución del siglo XXI, quizá más transformadora y radical que todas las precedentes, algunas de las cuales se solventaron, dejando miles de muertos en el camino, con una sustitución de las élites, consistirá en un proceso silencioso, lento, progresivo, con su base en la toma individual de conciencia. No habrá turbas tomando la Bastilla ni haciendo rodar cabezas con la guillotina, ni líderes visibles con o sin coleta, sino ciudadanos libres, familias, pequeños colectivos, cada vez más numerosos, que atacarán al sistema donde más le duele. ¿Poniendo bombas en las sedes de las multinacionales? Nada de eso, mucho peor todavía: ¡dejando de adquirir tantas cosas superfluas para centrarse en lo esencial de la vida, sin las ataduras de ese consumismo irreflexivo y global —Juan Manuel de Prada lo ha definido como «festín bulímico»— que nos convierte no ya en lumpenproletariat, sino en carne de cañón de esos algoritmos que siempre generan en nosotros necesidades imperiosas de cosas irrelevantes, un círculo sin fin del absurdo hasta el más discreto RIP.
En la vanguardia de esta revolución están los neo-rurales, hasta ahora tan inofensivos como las primeras comunidades cristianas. Ellos están regresando de la ciudad al campo —en España todavía estamos en la deserción del arado— y no solo a practicar tele-trabajo, ahora tan de moda, con el apoyo de la tecnología, sino también a producir sus propios alimentos, a vivir en un medio no hostil, menos contaminado que las urbes, a un ritmo más lento, más natural, donde el tiempo cunde más y los niños se educan mejor y en valores. Este proceso ya está en marcha en los países más avanzados del mundo, y es posible que se acelere merced a los primeros síntomas tangibles del cambio climático, y por supuesto tras este periodo de cuarentena en el que algunos no se han dejado someter por la dictadura de las series-balsamo y la tontuna irrupción masiva de memes.
En esta insumisión silenciosa sin vocación sectaria también está, por supuesto, el movimiento ecologista, pues la defensa de la Tierra es, sin duda, la gran Revolución, con mayúscula, pendiente, la única que aún puede acabar alcanzando una dimensión global. Lo percibimos en la creciente concienciación para preservar los pocos espacios vírgenes que aún resisten en el planeta, de los ecosistemas y las especies que el ser humano está llevando a la extinción por su desaforada ambición de enriquecimiento, en el combate contra la perversa religión del progreso científico y tecnológico sin límites, en la apuesta por reducir el consumo de carne, en el aumento del vegetarianismo y el veganismo no como moda sino como compromiso, a través del boicot a los vehículos contaminantes, por medio del reciclaje no como estética sino como compromiso interiorizado a todos los niveles, en el volver a reparar la maquinaria combatiendo la obsolescencia programada, en una ingesta de alimentos de proximidad que contribuya a crear comunidad, y a través de tantas otras medidas que cada uno pueda añadir. Las cosas deben de estar muy mal, o muy claras, cuando hasta el papa Francisco se ha convertido en portavoz de la causa.
Luchar contra tantos intereses creados no será coser y cantar, y no es bueno que nos hagamos demasiadas ilusiones. Como acaba de expresar el antropólogo y arqueólogo Eudald Carbonell en una reciente entrevista, “quienes se muestran optimistas y continúan pensando que la crisis marca el camino hacia una sociedad mejor, lo primero que han de plantearse es qué lugar ocupan en ese proceso de mejora y si, en función de ello, habrán de sacrificar placeres que disfrutaban antes de la pandemia. Ser optimista es gratis; tener motivos reales —y contribuir activamente a esos motivos— no”.
Bajando al ámbito del Camino, creo que también se puede considerar, y muchos así lo pensamos ya, como un espacio lineal, como ahora se dice tan cursi y empalagosamente, “de ruptura”. Los valores del Camino, y por supuesto no hablo de la explotación del Camino por la industria turística de los últimos años, sino de la experiencia tradicional de un peregrino, pueden ser entendidos como una bofetada en toda regla al sistema:
-En el Camino se reflexiona y piensa mucho más de lo normal, justo lo que al sistema más le molesta, pues a poco que se analice fríamente lo que ocurre en el mundo, y lo que nos han vendido como el buen camino hacia el éxito y la felicidad, pronto se descubre el cambalache, el gran fraude, el engaño masivo al que nos están sometiendo a sabiendas y desde la más tierna infancia.
-Peregrinando se aprende a disfrutar con las cosas naturales y sencillas, porque si te emocionas con un humilde plato de lentejas en un albergue, con la compañía y la charla de otros peregrinos, ante la contemplación de los campos y bosques, o por la grandeza de una puesta de sol, puedes acabar convirtiéndote en un peligroso no-consumidor de experiencias vacuas y de objetos prescindibles.
-Y lo hacemos con la casa a cuestas, ligeros de equipaje como los hijos de la mar, a pie, lentamente, qué insulto para quienes han preparado modernos transportes para que no te canses, tantos parques de atracciones para ti, tantas mecas del ocio y la alegría programada, cruceros por exóticos destinos en los que todo es perfecto hasta que la caga el capitán Schettino, paquetes turísticos en los que nada ha quedado al azar, maravillosas experiencias que te llenarán la vida durante una semana y te vaciarán el bolsillo por bastante más tiempo.
-A lo largo de la ruta nos reencontramos con nosotros mismos, con el esclavo liberado de tensiones y compromisos de todo tipo, pero también con los demás, peregrinos de todo el mundo, y en este hecho reconocemos que las banderas, los discursos supremacistas de ciertos nacionalismos, carecen de validez cuando todos, que somos carne del mismo cañón, vamos en pos de una misma meta, iguales y libres, con un espíritu comunitario y solidario, participando de una misma cena aunque no sea la Última, poniéndonos en el lugar de los demás cuando alguien padece algún contratiempo, compartiendo alegrías y penas…
-E incluso en el Camino, en cierto modo y hasta cierto punto, se diluyen los roles de las clases sociales, porque quienes participan de un espíritu peregrino, aunque existan diferencias en la indumentaria, en el gasto diario o en la capacidad de solventar un problema acaecido, si acuden a los albergues apuestan por la austeridad como un elemento de la autenticidad, y esto es un valor en el Camino, un estilo de hacer la ruta que muchos no quieren perderse bajo ningún concepto a pesar de las incomodidades de compartir espacios.
-¿Y qué decir de la lentitud, antítesis del mundo que corre a toda velocidad a ninguna parte?, porque los peregrinos sí que tenemos meta, aunque sea una disculpa, una meta real, física, una catedral, un sepulcro, no una entelequia como el paraíso del proletariado, y nuestra satisfacción primera es alcanzarla.
Estamos inmersos en esta revolución silenciosa. Como dice Maldonado en su canción somos, aunque inconscientemente, la vanguardia de Acuario, y por eso el Camino va a salir mejor parado que otros espacios de la debacle que se avecina. Pero cuando hablamos del Camino no nos referimos al masificado, al de los récords de Compostelas entregadas mes a mes, al utilizado por los políticos de todo signo para la promoción turística y el autobombo, al que supone no se cuantos puntos del PIB anual, al troceado y vendido en paquetitos por las agencias, al vindicado, inventado y manipulado hasta la saciedad por diferentes administraciones y colectivos oportunistas para que alguien gaste también en su pueblo, al convertido en un mercadeo del todo vale, al que ha apostado por la cantidad relegando la calidad, al del papelito de los 100 km y el silencio sepulcral de sus gestores durante este encierro, al ruedo en que genios emprendedores salidos de la nada y paracaidistas advenedizos intentan hacer su agosto en el menor tiempo posible.
Nos referimos justo a lo opuesto, al Camino del corazón, de la humildad y de la sencillez, al que favorece la transformación personal, al de los hospitaleros voluntarios, al del buen trato al peregrino venga de donde venga y lo dispense quien lo dispense, al de la praxis solidaria, al peregrinaje en libertad de conciencia y movimiento, de la igualdad por más que sea temporal y teórica, al de la fraternidad inter-peregrinos. Sin darnos cuenta, ya lo veis, estamos de nuevo en la “Revolución”, una revolución tan pacífica como la de Gandhi, Luther King o Mandela, una revuelta sin fin que, sin percatarse, rescató y volvió a desatar Elías Valiña. ¡Creámoslo, no es ningún disparate, porque si lo creemos avanzaremos!
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