Ojalá que algún día sigáis el camino de las estrellas
Escrito por Pepa J. Calero.
Queridos hijos:
Después de 228 kms, terminé el camino cerca de Burgos. En el autobús desde donde os escribo observo con nostalgia la silueta recortada al cielo de las montañas, buscando a algún compañero, alguno de los muchos peregrinos que caminan mochila a la espalda. Y sé que están, como las estrellas de anoche, aunque no las pueda ver.
¿Lo mejor? Las personas, siempre las personas. La ternura indeleble de Saturnino, próximo a jubilarse con ese temple sereno de Sancho manchego. El empeño de Magdalena por recorrer las rutas jacobeas un par de veces al año y su pequeño desaliento antes de que la espalda le forzara a abandonar. El vigor y resolución de Pepe, el valenciano con su barba incipiente de papa Noel, su determinación y su humor soterrado. La bondad y constancia de Andrés, amable, con su rosario rojo al cuello y su bagaje de experimentado caminante. El gesto torcido de niño grande enfadado de Diego con su pelo blanco. Y como no, Perfecto, ese señor de setenta y tres años, rellenito, que transportaba su mochila pesada con la dignidad de un rey y la sabiduría de un fraile. Entrañable. Lo recuerdo decidido, sin descansar, siguiendo el ritual de la llegada, en la cola para entrar a la ducha tras un joven barbilampiño, un joven de piel de porcelana y un pañuelo blanco en la cabeza a lo Lawrence de Arabia que sonreía tímidamente y al que nadie del grupo escuchó hablar. Compañeros.
Hijos, vuestros rostros me acompañaron en esa andadura solitaria, dulce, feroz y a veces liviana. Y aunque sé que no os gusta caminar, durante muchos kilómetros ibais a mi lado.
Me encantaría explicaros cómo al andar me sentía parte del paisaje, entre bosques de hayas, ríos, viñas, riachuelos o descansando bajo un árbol. Los sentidos se agudizan, os lo aseguro. Escuché el canto de los pájaros, las campanas llamando a la oración, el balido de las alas de las aves al volar, el croar de las ranas, el vuelo elegante de las cigüeñas alcanzando su nido sobre los campanarios de las iglesias. Asombroso. Oí sonidos que nunca había escuchado. Contemplar las olas que el viento movía sobre los verdes campos de trigos fue algo excepcional.
El agua fue compañera fiel durante las dos primeras jornadas. Una lluvia que sentía sobre la cara como un alivio sobre el sudor y el esfuerzo de las cuestas. Eran las primeras dificultades. Las botas se hundían en el barro, las grandes piedras cortantes brillaban, aumentando con su luz el miedo a resbalar. Con sumo cuidado fijaba el palo a la tierra mientras rezaba en silencio para no caer. Por allí andaban los ángeles del camino, seguro, porque en el momento preciso aparecían las manos fuertes de un peregrino, la guía certera de una senda sobre la maleza, el consejo de un aldeano, la bendita flecha amarilla y esa ayuda invisible difícil de explicar.
Pienso en las anécdotas y las bromas de algunos compañeros, como ese par de jóvenes que me recordaban a vosotros. La mesa compartida, los pequeños supermercados, los brindis, los chistes, la comida caliente, la morriña. Las cenas al anochecer con agujetas, escanciando sidra, confidencias y algún que otro calmante. Formábamos una especie de cofradía con una meta: seguir el camino de las estrellas a pesar del secreto desánimo, la lluvia, el viento, el frío o el calor.
Algunas jornadas transcurrieron entre el anhelo de llegar al pueblo que a lo lejos se divisaba y que parecía alejarse cada vez más. Recuerdo una larga caminata, a mediodía con el sol cayendo recto como un bastón sobre esos campos de Dios, ascender y alcanzar el anhelado destino y encontrar otro nombre. Me detuve ante el rotulo sin dar crédito, cerré los ojos esperando ver aparecer Torres del Río y, al abrirlos, encontrar a Zaida, Francisco, Luís y su inseparable perro descansando en un banco y mirando mi cara de desconcierto total. Bromeamos y seguí. Faltaban dos kilómetros. Una hora más tarde el rostro del magnífico Cristo Románico me miraba resignado mientras yo le daba las gracias sin cesar.
Lo asombroso fue conectar con peregrinos extranjeros; coreanos, americanos, noruegos, alemanes, franceses, italianos, japoneses…; nunca una sonrisa había significado tanto en medio de los campos, bajo un aguacero, tomando un bocadillo o dentro del saco de dormir. En los albergues nos reconocíamos y nos saludábamos, cada uno en su lengua. Hablándonos con palabras intangibles, pequeños gestos tiernos y sinceros de quien comparte proezas, de quien persigue un sueño.
Las edades oscilaban entre la primavera y el invierno. Desde una adolescente rumana hasta un alemán de ochenta años. Bibiana, una gallega de sesenta y ocho llevaba recorridos más de mil kilómetros desde su casa cerca de Nantes en Francia, una mala experiencia le paralizó el sentimiento y cuando notó su corazón latir; os lo prometo, son palabras textuales; preparó el viaje para encontrarse con los suyos en Santiago. Recuerdo la simpatía de Stefany, la joven polaca que hablaba varios idiomas con su pelo largo y su grata sonrisa animando a su madre a continuar.
¿Por qué me sigue fascinando si ya lo he hecho otras veces?, os preguntareis. Sinceramente, no lo sé. Un algo especial que te hace sentir bien, crecer, ser mejor. Es algo que te atrapa y te engancha, una mezcla de todo y nada: las gentes, el esfuerzo, la naturaleza, los logros, las risas, la ilusión. Deberías venir algún día, en serio, el camino no se explica, se vive.
Y termino con el comienzo. La emotiva misa de peregrinos a las ocho de la tarde, con su bendición ancestral en varios idiomas, los cantos, las luces enfocando a la Virgen de Roncesvalles pidiendo amparo para todos los que allí estábamos. Amanecer en el albergue gótico de Itzandegi con su música a las seis de la madrugada y, sobre todo, ese pellizco en el alma al dar los primeros pasos bajo la lluvia, escuchando las palabras buen camino y deseando que algún día vosotros también recorráis el camino de las estrellas.
Pepa J. Calero
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