La peregrinación hacia el Finis Terrae gallego (o hacia los diversos Finis Terris, pues también así eran considerados los puntos más occidentales de Bretaña –Pen ar Bed, en la región de Armórica–, de Gran Gretaña –Land’s End, en Cornualles– y de Irlanda) es un fenómeno que se remonta a épocas muy anteriores al cristianismo, fruto de una tradición milenaria de caminar hacia el oeste siguiendo el curso del sol, para descubrir los límites del mundo conocido y el lugar donde el astro rey, en su declive, era engullido a diario por el océano.
En toda la costa (tanto en el Facho de Fisterra, como en el monte Corpiño de Muxía, como en lo alto del Monte Pindo –en Carnota, cerca de Cee–) existían miradores o lugares mágicos donde los sacerdotes del neolítico observaban el nacimiento y el ocaso del sol, culto o adoración que persistió bajo la cultura celta. Mucho más tarde la Iglesia, en su campaña para cristianizar esta tierra hostil, adaptó dichos ritos ancestrales incorporándolos al relato jacobeo mediante un hábil mecanismo de sincretismo religioso, convirtiendo aquellos lugares mágicos en lugares santos (ligados ahora a las figuras de Santiago y de la Virgen María en su encuentro mítico en este confín de Gallaecia, que daría lugar a la leyenda de la Virxe da Barca de Muxía, en cuyo honor se erigió el santuario). A lo largo de nuestra ruta encontraremos también referencias a otros relatos fantásticos vinculados a la traslatio del cuerpo del apóstol, como el del castigo sobre la desaparecida ciudad romana de Dugium (probablemente Duio, cerca de Fisterra), o el episodio de la persecución que finalizaría al desmoronarse el puente sobre el río Tambre (en Ponte Maceira, cerca de Negreira).
Ya fuese por motivos de fe, o en cumplimiento de una antiquísima tradición pagana, lo cierto es que durante la Edad Media muchos viajeros llegados a Compostela continuaban su camino hasta Muxía y el cabo de Finisterre; prueba de ello la tenemos en los hospitales de peregrinos que ya en el siglo XII jalonaban la ruta, o en la carta que remitió en 1119 el abad de San Xián de Moraime al rey Alfonso VII, donde expresaba su preocupación por dar hospedaje a los numerosos peregrinos que se acercaban a la zona.
Diferentes viajeros ilustres narraron en sus diarios la peregrinación a Fisterra: el caballero húngaro Jorge Grisaphan (1355), el gascón Nompar de Caumont (1417), el noble checo León de Rosmithal (1465), el alemán Sebald Ritter (1462), el veneciano Bartolomé Fontana (1539), el militar y diplomático Erich Lassota (1581), el clérigo boloñés –gran cronista de sus cuatro peregrinaciones a Santiago– Doménico Laffi (1673)… Al parecer, los santos y advocaciones de Fisterra y Muxía recogían tanto fervor popular que en el siglo XVI el licenciado Molina escribía, en referencia al Santo Cristo de Fisterra: “acuden a él más romeros que vienen al Apóstol”. Con los siglos XVIII y XIX llegó el declive y las peregrinaciones se convirtieron en un fenómeno minoritario, cada vez más residual, persistiendo apenas el culto local, situación que se agravaría a raíz de los conflictos europeos de la primera mitad del siglo XX.
Felizmente, en la década de 1990 este recorrido fue documentado y recuperado como Camino de Santiago por la Asociación Galega de Amigos do Camiño de Santiago (AGACS), y acto seguido fue reconocido por la Xunta de Galicia en la red de caminos oficiales. A partir de la entrada del siglo XXI su popularidad ha crecido exponencialmente, por ser un complemento o colofón perfecto tras llegar a Compostela por cualquiera de las otras rutas jacobeas.