Aída Herreros: el camino a paso de caracol
¿Cuántos kilómetros camináis por jornada en el camino? ¿Entre 25 y 30 km? En los Al Loro de nuestras guías a menudo incluimos recomendaciones para los más fuertes, aquellos cuya forma física les permite plantear un mayor kilometraje respecto a las etapas sugeridas. Después, en las redes, algunos de ellos destacan sus hazañas: “ese día estaba como un toro y me hice dos etapas del Primitivo de una tacada”, o “en la Vía de la Plata enlacé varias jornadas consecutivas de más de 40 km, y tan fresco”… Por el contrario, pocas veces recordamos a aquellos peregrinos que no pueden ni siquiera plantearse una etapa normal, pues por algún motivo caminan mucho más lento. Hoy nos referiremos a una de estas personas, cuyo camino a paso de caracol ha dado lugar a un maravilloso diario de viaje.
No se trata de una seguidora del Movimiento Slow, ni alguien que camine despacio por mero placer, con el objetivo de paladear mejor los paisajes –aunque por supuesto la circunstancia se lo permite–. En este caso la lentitud se debe a motivos de salud, al padecimiento que le ocasionan sus dolencias físicas. Aída Herreros Ara (Santander 1962), periodista, escritora y mediadora cultural, ha tardado ocho temporadas, de 2013 a 2020, para realizar el Camino del Norte desde Comillas –en Cantabria– hasta Compostela; lo hizo a razón de una semana y media cada septiembre, caminando no más de 8 a 12 km al día y a un ritmo de entre 1,0 y 1,5 km por hora. Su trocanteritis, dolencia inflamatoria del fémur y la cadera (complicada en ocasiones con otros problemas de menisco, fascitis en la planta del pie o tendinitis del talón de Aquiles), no le permite caminar más rápido.
“A mí no me importa ir a paso de caracol –nos explica Aída–; es más, lo asumo con una mezcla de resignación y alegría, y aprovecho para disfrutar al máximo de la ruta”. Según comenta, caminar lento no tiene porqué ser un problema insalvable: “Yo lo veo más bien como un reto, un estímulo: me ayuda a observar, a pensar, puedo pararme a hablar con la gente… Así descubro detalles y situaciones que a otros les suelen pasar inadvertidos. Otra ventaja es que acabas conociendo a muchos más peregrinos… si bien fugazmente, pues enseguida me superan: es muy difícil llegar a coincidir con alguno dos días seguidos”.
Esos pequeños detalles, aderezados con sus observaciones y los retratos de los personajes que iba conociendo en el camino, conforman el diario que Aída escribió durante los ocho años de ruta, y que quedaron recogidos en sucesivas entradas de su blog personal Ficciones de lo real. Una vez concluido este primer camino, sus seguidores la han animado a publicar dicho cuaderno de viaje, libro que ha titulado “Andar es vivir, diario de una peregrina a Santiago a pie” y que incluye ilustraciones de la dibujante santanderina Sonia Piñeiro; el montaje, a cargo de Marta Mantecón, está ya muy avanzado y se espera que salga a la luz durante el próximo mes de abril (si la pandemia lo permite).
“Hoy en día te puedes auto-editar un libro sin excesivo esfuerzo, pero lo difícil es la distribución”. La autora, que también imparte talleres de lectura y escritura, es consciente de la precariedad del sector: “La mayoría de auto-ediciones no llegan más allá del círculo de amistades, y no me parece honesto abusar de mis amigas o mis alumnas, máxime cuando –según me dicen– el libro podría interesar a un público bastante más amplio”.
Entre ese posible público estarían aquellos que por edad, por enfermedad o por falta de acompañantes no se atreven a lanzarse a la aventura. “No tuve dificultades por ser mujer ni por caminar en solitario, salvo tener que aguantar cada día la típica pregunta de los lugareños, repetida hasta la saciedad… aquella de ¿y vas sola?”. La narración de Aída no pretende dar consejos, pero es muy ilustrativa sobre cómo mantener la moral alta en los momentos duros, cómo acometer cada pequeño desafío que pueda presentarse. “La única manera es ser positiva, tomarse los problemas con buen humor”, cosa que queda patente en numerosos pasajes del diario:
Después de Reyes –¡vaya regalo!– empecé de nuevo con la fascitis en el talón derecho…. A este paso voy a tener que acabar andando con la imaginación…
No sé si será hipocondría, pero a partir de decirme el reumatólogo que tenía un ligamento roto, cuando me acerco a esos treinta minutos prescritos noto que el tobillo derecho me flojea; así que me he acostumbrado a vendarme el pie durante el día (de algo tiene que servir la experiencia de todos los esguinces que tuve en mi juventud). Es como si se me cansase por la parte de fuera… Poco a poco, me estoy transformando en Pinocchio: mi talón derecho ya es casi un taco de madera...
De vez en cuando compruebo que la rodillera no se me haya enrollado… y se me suba un coágulo a la mente...
Como proclama el título del libro, Aída está convencida que caminar ayuda a las personas a sentirse vivas, lo cual resulta básico para superar enfermedades, dolores físicos o trastornos mentales: “Yo recomendaría a todo el mundo irse al camino al menos una semana en su vida, por supuesto en solitario. No importa el tramo o camino que elijan, pero tiene que ser como mínimo una semana completa, no un puente; una semana de verdad, con laborables y festivos, y aparte los viajes de ida y vuelta”. Son muchos los momentos del diario que ilustran esta actitud positiva de la autora (fijaos además en la naturalidad de su escritura, con qué facilidad se suceden las frases, las pausas, y lo ameno que resulta al leer):
Como desayuno, he tomado un té bebido porque no me quedaba nada más. En mi casa hubiera dicho: “¡Qué desayuno más pobre…!”. Aquí me digo: “¡Qué bien que tengo una bolsita de té…!”. Todo es relativo en esta vida. Y si no hubiera tenido ni una bolsita de té, hubiera pensado: “¡Qué bien, que aún puedo caminar siete kilómetros al día y estar al aire libre…!
A menudo, cuando se acercaba el momento de partir, algunas lesiones se agravaban y el diagnóstico médico desaconsejaba forzar la máquina, aunque eso nunca la detuvo:
Parece que me han echado mal de ojo. ¿Esto ya va a ser siempre así? Me curo de una lesión del andar y al tiempo me sale otra. (…) Luego, en agosto, una resonancia dice que tengo una “rotura completa crónica del ligamento peroneo-astragalino anterior”, y otras cosas crónicas…, además de la fascitis. Pero pienso ir. (...) Yo ya no puedo aguantar más. Cada septiembre espero con anhelo el siguiente para ponerme de nuevo en camino. Haré como el año pasado y, si no puedo, prometo volverme.
Tenía que curarme sí o sí para estar a punto en septiembre. No quería tener que pagar a alguien para que realizara la peregrinación por mí, como en la Edad Media…
Una vez en ruta, sus padecimientos la obligaban a buscar soluciones de emergencia: “A veces los dolores aparecían de golpe en la cadera o en las rodillas, podía ser en un pueblo o en medio del monte, antes de finalizar la jornada que había previsto. Entonces, cuando el cuerpo me decía basta por hoy, no tenía más remedio que telefonear a algún taxista de la zona para que me viniera a buscar”. En su primera temporada aprendió la regla básica del caminante, que es eliminar todo lo superfluo: “Por supuesto, cuando tienes estos hándicaps hay que reducir al máximo el peso de la mochila, éste fue mi primer error y mi primera lección”, nos confiesa Aída. Sin embargo, siempre mantuvo en su equipaje varios objetos insólitos, tales como unas tijeras de podar para liberar las señales que habían quedado ocultas por la maleza, o un espray fluorescente con el que iba repintando las flechas descoloridas de los guardarraíles (ella utiliza la palabra quitamiedos, bella expresión a recuperar). También solía llevar consigo su libro de plantas, al objeto de identificar las que no conocía, así como un montón de medicamentos:
Peor que subir es, para mí, bajar porque se me carga la pantorrilla. Ya me duele la corva derecha. Anoche, tras ducharme, me eché trombocid. Y, esta mañana, antes de comenzar a andar, flogoprofén. Soy un almacén de pomadas andante. Espero que no me vuelva la tendinitis de pata de ganso…
En su diario Aída dedica bastantes páginas a los largos desplazamientos en tren o en autobús, y a fe que dan mucho juego: “Lo más pesado eran los viajes para retomar el camino cada septiembre, y después los de vuelta a Santander, pues cada año llegaba algo más lejos y ello suponía más horas de tren o de Alsa”. Utiliza estos viajes como un recurso, una imagen literaria que contrapone la velocidad –a veces relativa– del transporte público (año tras año veía de nuevo por la ventanilla aquellos lugares por donde antes había pasado caminando, como si se tratase de flash-backs cinematográficos) con la lentitud impuesta de sus jornadas a pie. De estos desplazamientos nacen algunas escenas imborrables que recoge en el libro, como las repetidas paradas en Oviedo (donde al final descubrió que se podía descender y dar un paseo, mientras el autobús iba y volvía a Gijón), la impetuosa conducción de algún chófer (que compara con “Duel - El diablo sobre ruedas”, primera película de Steven Spielberg), el insufrible flujo de aire acondicionado que obliga a los pasajeros a abrigarse hasta las cejas en pleno verano, o la situación kafkiana que se produce en la estación fantasma de Mondoñedo –y que, el mundo es un pañuelo, un servidor también sufrió en su día.
Sin duda lo más fascinante de “Andar es vivir” es el tono literario utilizado, simple y sin florituras, como corresponde a un cuaderno de viaje. Estamos ante una narración que no pretende ser más que eso: breves pinceladas, destellos, frases concisas sin apenas adjetivos, donde el lenguaje fluye natural –cosa para nada fácil–, primando la contención en la escritura y una aparente ausencia de estilo. Esta manera tan directa de explicar las situaciones vividas nos transmite sinceridad, algo muy poco común en los tiempos que corren… Todo lo contrario a la vulgar pátina de autoayuda, ornamentación vacua y petulancia que suele teñir algunos libros que hoy se publican sobre el Camino, y que llega al paroxismo en numerosos posts que corren por Facebook e Instagram.
El dominio del lenguaje y del ritmo narrativo que nos brinda Aída Herreros queda patente en la mayoría de pasajes de su diario, entre los cuales hemos seleccionado varios párrafos. Los tres primeros ilustran escenas cotidianas en los albergues, que sin duda hoy (en tiempos de confinamiento) echamos en falta… si bien deberemos reconocer que la convivencia no siempre era idílica:
Cenamos ocho de los trece que nos alojamos. Por Dios, que no se siente el alemán a mi lado: un olor sospechoso sale de sus pies, o será la goma de sus chancletas… La cena es opípara: sopa de fideos con guisantes, trocitos de zanahoria y de chorizo; merluza con cachelos –ambos en su punto– y ajitos, y melocotón y piña en almíbar. Entre los comensales, una pareja de australianos muy simpáticos, de Melbourne. Es el cumpleaños de ella. El hombre me pregunta cómo se dice en castellano “Everything hurts”. “Me duele todo” –le contesto. Y él repite la frase varias veces para aprendérsela.
Hay una mosca paseándose todo el rato por el somier de la litera de arriba. Me “mosquea”…
¡Qué sinfonía de ronquidos…! Me costó dormir, y luego me he levantado tantas veces a hacer pis que parece que estoy de la próstata…
Descubrimos momentos de gran maestría descriptiva, destacando la manera sutil como la autora, en lo que podría ser una simple enumeración estática de elementos del paisaje, introduce el paso del tiempo gracias a pequeños flashes que sugieren acciones de quien narra, con la ayuda además de la puntuación y de la selección de tiempos verbales (alternancia de formas en presente –me saluda, no consigo, pregunto– para acciones puntuales, con gerundios –oyendo, cargando– para aquellas que se dilatan en el tiempo); también es remarcable como incorpora, sin alterar el ritmo de la narración, breves observaciones personales:
Un mirlo me saluda desde una verja y pasa un cuervo sin graznar. Segundo mojón entre una mata de menta. Aquí la vieira señala como en Asturias: con los radios juntos. No hay quien lo entienda.
Vamos entre robles y nogales. En las cunetas, menta acuática. Mi primer petirrojo está un poco esquivo este año: no consigo hacerle una foto. Esta parte es muy bonita, junto a un arroyuelo, oyendo los cantos de los pájaros.
A las 17 h salgo a pasear… por la sombra. En el bar donde pregunto me dicen que no hay nada que ver en este pueblo, pero eso es por la fuerza de la costumbre. A mí me asombra todo: las tapias de piedra seca, la forma de las chimeneas, una mujer cargando el heno, el sonido de las hojas de los castaños, los tejados de pizarra, los huertos de berzas, la quietud…
Tras descansar un rato, y con la colada ya seca, subo a Silveira. La campiña es preciosa, y cómo se alegran los viejines cuando les dices que viven en un paraíso. “Pero hay que traballalo, eh…”. Me siento un rato en un parque para mayores junto a una mata de fabas. Por lo general, la gente no pasea, no mira, no escucha… El rumor del viento entre las hojas, el pájaro tit-tit… Alrededor, manzanos, tomates, calabazas y calabacines. Y las omnipresentes fabas.
A menudo una situación que puede parecer intrascendente da lugar a una escena simpática o una reflexión más profunda:
Tres gatos se pelean por una pata de pollo bajo una mesa. Luego, viene un perro y se lleva la pata chupada por los gatos. Las moscas campan alrededor (estoy sentada en la terraza). Una se cae en mi culín de cerveza y la saco para no verla patalear...
Cuando regreso, el francés está haciendo sus flexiones; la alemana, mirando a la luna. El polaco, sentado en un banco, bebiendo una botella de algo. Al final de la tarde, cada uno busca su lugar y su sitio para la intimidad. Yo me siento en el suelo, en un pequeño bordillo a la salida. Podían haber puesto un banco corrido adosado a las paredes del albergue. Eso no creo que cueste mucho…
La autora, que es muy aficionada a la cocina, incluye breves referencias a los restaurantes donde disfrutó comiendo, como ésta dedicada a un popular establecimiento en Lourenzá:
El mesón O Pipote, que vi de camino al polideportivo, empieza a dar de comer a la una, y debe venir mucha gente trabajadora porque a la una y media está lleno. Yo le digo al mesonero que no me importa comer en el bar: pido fabas de Lourenzá, por supuesto; ensaladilla rusa y arroz con leche. Exquisita comida casera por 11´50 euros. También puede pedirse medio menú. Al terminar, pregunto si puedo felicitar a la cocinera: “Es mi señora”–me dice orgulloso el pizpireto barman. “He levitado” –le digo.
Muchos de los capítulos de “Andar es vivir” arrancan con citas de autores célebres referidas a las excelencias del caminar, entre ellas de Cervantes (“El que mucho anda y mucho lee, ve mucho y sabe mucho”), Thoreau (“Andar es una escuela de frugalidad”), Goethe (“¿Andar? Es vivir en la dicha”) o San Agustín (“Solvitur ambulando: Todo se resuelva andando”). También encontramos en el libro pequeños homenajes a sus escritores de cabecera, como los párrafos que dedica a Álvaro Cunqueiro (1911-1981) mientras pasea por su Mondoñedo natal:
A las 15.30 h estoy sentada en la fuente vieja (Fonte Vella) frente a la diminuta casa donde nació Cunqueiro (lo declaro desde ya mi lugar favorito de este año). A pocos pasos de la plaza de la catedral, esto parece Brigadoon, la ciudad que despertaba cada cien años. Me acuerdo de las palabras de Galdós sobre Santillana del Mar, en 1876: “Al entrar en Santillana parece que se sale del mundo…”. Esa impresión me causa a mí Mondoñedo. Parece que el tiempo se ha parado y que muchas casas se quedaran suspendidas en el sueño. En muchas parece que no viviera nadie: son como fantasmales. Otras están pintadas y rehabilitadas pero, igualmente, parece no habitarlas ningún ser humano.
La cultura literaria de la escritora, que es también una gran cinéfila (adora las películas de Nicholas Ray, Vincente Minnelli y Jacques Tati), queda patente en su magnífico blog sobre libros Que fluya la información, donde encontraréis artículos y recomendaciones de lecturas (ha escrito cientos de entradas sobre obras clásicas, novelas, poesía, libros de viajes y temas de medio ambiente), que a menudo incorporan una legítima reivindicación feminista: “Es increíble la cantidad de mujeres a rescatar del olvido, y no hablo de la Edad Media sino del siglo XX, hace apenas cuatro días; cuando se explica la Generación del 27 en las escuelas sólo se menciona a escritores hombres: Lorca, Alberti, Gerardo Diego, Cernuda, Pedro Salinas... Pero nadie se acuerda de Concha Méndez, Josefina de la Torre, Carmen Conde, Ernestina de Champourcín o Maria Teresa León, todas ellas tan buenas poetas como sus compañeros. Lo mismo sucede con otras precursoras como las pintoras Delhy Tejero o Maruja Mallo, o la anarco-feminista Lucía Sánchez Saornil, relegadas al olvido no sólo por motivos políticos, sino sobre todo por haber nacido mujeres”.
Le pregunto a Aída de dónde viene su interés por el camino: “Había hecho algo de montaña en mi juventud, pero todo comenzó en un viaje a Roncevalles con mis hermanos, en 2002; allí adquirí una credencial, la misma que he sellado durante mi ruta, si bien no me puse en marcha hasta once años después. Ya entonces vivía en el centro de Santander –me explica– y veía pasar peregrinos por la calle a diario, mientras iba a por el pan o al quiosco; pero pensaba que no tendría ni suficiente fuerza de voluntad ni condiciones físicas para enfrentarme a ese reto… Hasta que, con 51 años y a pesar de mis dolencias crónicas, decidí comenzar a entrenarme para intentar hacer el camino con cierta dignidad. La excusa era que cuanto más lo demorase, peor estaría físicamente. Me compré una guía –que, como explica en un pasaje del libro, le robaron en el albergue del monasterio de Sobrado dos Monxes– y arranqué a caminar desde Comillas, sin calendario prefijado ni excesiva convicción. El primer año acabé molida, pero a pesar de ello la aventura me enganchó y se fue alargando año a año… Dicen que soy bastante tozuda, que cuando se me mete algo en la cabeza… Y, mira por dónde, he acabado llegando a Compostela en 2020, durante la pandemia”.
Mientras leo el libro en diagonal, descubro una frase conmovedora, que sintetiza el ánimo de la obra y que no puedo dejar de destacar: “En el silencio del Camino se aprende mucho, de uno mismo y de los otros”. Me parece una frase redonda que nace de la sinceridad y humildad de la escritora, y que merecería ser enmarcada… Mejor aún, que merecería ser utilizada como epígrafe en futuros libros. Antes de despedirme, le pregunto –era obligado– si piensa repetir: “Por supuesto. En los próximos años, y mientras el cuerpo aguante, pretendo continuar hacia Finisterre y después por el Camino Portugués en dirección a Lisboa. Eso sí: des-pa-ci-to, siempre a mi ritmo. Disfrutando de caminar a paso de caracol”.
Resulta admirable esta vitalidad y convicción en alguien que, como otras personas aquejadas de dolencias o enfermedades crónicas, debe esforzarse lo indecible a cada paso que da. Ahora caigo en que he olvidado preguntar respecto a cuál es el motivo tan poderoso que la impulsa a volver al camino; dudo que sean razones espirituales, tampoco sería por penitencia, ni buscando una más que difícil sanación… Recuerdo una antigua encuesta donde aparecían términos como búsqueda, placer, belleza, libertad o terapia. ¿Habrá en este caso un componente literario? Sigo hojeando el libro y encuentro la respuesta, que sin duda había oído ya en labios de muchos otros peregrinos, y que incide en esta cualidad terapéutica. Como dice la propia Aída Herreros en una de las páginas de su libro: “Yo, en el Camino, revivo. Y se me quitan todos los males…”
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