Apocalypse Now: Caminoterapia
No vamos a replicar el discurso del coronel Kurtz ni entrar en disquisiciones morales sobre el bien y el mal, sino tan solo intentar aproximarnos una vez más, sin prejuicios pero a través de un nuevo enfoque, al aparente éxito actual del Camino de Santiago.
El título pretende reflejar este caos al que asistimos, como convidados de piedra, en el comienzo de este milenio, en el cual parecen haberse encadenado una serie de acontecimientos funestos: la crisis financiera global, a partir de la quiebra de Lehman Brothers, que comenzó en 2008 y nos recordó que el capitalismo navega por un mar de sargazos; la pandemia iniciada en 2019, que se ha cronificado en su versión más inofensiva a medida que nuevas zoonosis se expanden; o la guerra de Ucrania, que el agresor y las autocracias afines siguen denominando operación militar especial. Nada que ver con la segunda mitad del siglo XX, cuando el Camino experimentaba su feliz renacimiento, pues entonces aún no había comenzado a generarse este marasmo que Bauman calificó como «modernidad líquida», ese territorio inestable y sin referentes que sirvan de asidero, sobre todo cuando la religión ha dejado de cumplir su función tradicional para el refugio y el consuelo. En consecuencia la gente se ve precisada a buscar nuevos referentes que sirvan de sostén o evasión; esto último, en el ámbito del ocio o el entretenimiento, es, sobre todo, lo que nos proporciona el sistema económico vigente.
Hace ya unas décadas el historiador y sociólogo Christopher Lasch, enemigo declarado del narcisismo individualista promovido por el capitalismo de última generación, expresó que en los tiempos de crisis el ser humano tendía a crear una burbuja que preservase su estabilidad personal, y cuando el bienestar material corría riesgo, al menos resultaba imprescindible conservar el bienestar psíquico o emocional.
Es precisamente aquí donde entra en juego el Camino de Santiago, porque la experiencia del peregrino suele aludir a este refuerzo de la psique, es cierto que con la colaboración necesaria del entorno y sus actores, los compañeros de viaje y los hospitaleros, pero fundamentalmente como un acto de reflexión y toma de conciencia, por lo que, en suma, constituye una praxis eminentemente individual, que no individualista. Hace poco algún lector expresaba que el alma del Camino no existe, que el alma la pone cada peregrino: he aquí el discurso individualista que, de forma sigilosa y aparentemente inocua, ha penetrado hasta los tuétanos.
La comunión con unos valores más o menos etéreos, y con vivencias cada vez más alejadas de las religiones organizadas, y más próximas a lo que viene denominándose como «espiritualidad laica», permiten generar un estado de consciencia, perceptible o imperceptible, que ayuda a sobrellevar las penas de la vida y las circunstancias del presente. En este sentido el Camino con su barniz «espiritual», incluso transformado en ratonera de la que ya no se sabe escapar, ha ayudado, y está ayudando, a muchas personas.
Pero este tipo de experiencias de crecimiento y transformación personal, visto el negocio existente, está siendo edulcorado con métodos, propios de la educación emocional, tendentes a reforzar la autoestima, el empoderamiento o la resiliencia: surge así el Camino como reto o prueba en el que obtener un beneficio, o el peregrinaje como solución, porque solo en nuestro interior está, por lo visto, el remedio a todos los males que nos acechan, ignorando lo que hacen los gobiernos, el Fondo Monetario Internacional o las grandes corporaciones multinacionales, y por supuesto nuestras limitaciones personales.
El campo estaba pues abonado para que los gurús de la autoayuda, el coaching y el mindfulness, magos y curanderos de nuestra época que con sus recetas se han subido a las barbas de los psicólogos, aunque en este campo, supuestamente científico, también actúe con su repertorio de simplezas la escuela del positivismo, se percatasen de que en el Camino de Santiago era una mina por explotar. Surgieron así las terapias camineras, muy del mundo USA y anglosajón en general, y los seguimientos post-Camino, que es más o menos lo que practicaban las cofradías jacobeas del pasado, mantener encendida la llama de la pasión jacobea, una dulce memoria de aquella gran aventura, pero ahora pasando más por caja.
Parte del éxito del Camino, descartado el porcentaje debido al aprovechamiento turístico intensivo, tendría por lo tanto que ver con esta idea del refugio, asociada a otros mitos urbanos como la supuesta aproximación a la naturaleza (¿a qué llamamos hoy en día naturaleza?). Y todo ello para solventar esa retahíla de problemas asociados a la «sociedad del bienestar»: angustia, soledad, depresión, enfermedades mentales y, en suma, desubicación e infelicidad. Resulta necesario probar nuevos escenarios y métodos justo al mismo tiempo que decaen los lazos y las relaciones sociales que nos protegían: familia, amigos, vecinos, asociaciones, etc. En cuanto al sistema, ciertamente rudimentario y esclavo de la química, se limita a aportar un remedio infalible: Prozac.
Recuerdo ahora esa frase lapidaria con la que inició, en Ferreiros, la conversación un peregrino: ¿Y tú por qué estás en el Camino, qué problema tienes? Podría ser el inicio de un manual titulado Caminoterapia.
Tampoco cabe duda de que las sociedades sedentarias siempre han manifestado su deseo, que fluye en la sangre, de regresar aunque solo sea momentáneamente al nomadismo de sus antecesores, ese vagar ahora ya casi por completo libres de peligrosas acechanzas, pero con un cierto grado de sorpresa y aventura frente a encuentros y sucesos inesperados. Y cuando las cosas pintan mal en casa, la opción del desarraigo temporal gana peso.
Aunque carecemos de estudios concluyentes, estamos persuadidos de que un buen número de los individuos que deciden hoy en día convertirse en peregrinos compostelanos lo hacen motivados, conscientemente o no, por estos presupuestos de huida, por una parte, y necesidad de encontrar soluciones o respuestas al bloqueo mental y personal que genera en sus vidas el sistema. Porque parece que el Camino es un bálsamo o talismán, así lo expresamos quienes lo vivimos, capaz de, si no resolver todos los problemas y dramas, sí al menos suavizarlos, aportando nuevas perspectivas a quienes acuden con espíritu abierto y voluntad de cambio, dejándose llevar por las circunstancias. En tal sentido, las crisis favorecerían este tipo de peregrinación.
No hemos de ocultar que nos preocupa la proliferación de charlatanes, en su mayoría oportunistas, que intentan sacar tajada de todo esto organizando viajes terapéuticos y de crecimiento personal. Ya en aquella película, por cierto un bodrio, titulada Al final del Camino (2009), comedia chabacana protagonizada por Fernando Tejero y Malena Alterio, se trataba la figura de un gurú que solucionaba los problemas de pareja a lo largo del Camino de Santiago. El argumento no era una ficción, y desde entonces los gurús están tomando al asalto el Camino mezclando todo tipo de discursos, del esoterismo al New Age, y multiplicando sus rituales, supuestamente ancestrales y de conexión con no se qué antepasados celtas, en lugares como el castro de Baroña (los hemos visto, con sus conchas y maestro iniciático, hace poco).
El propio David Lodge, en una novela brillante y cargada de ironía sobre la depresión y sus irresolubles manías persecutorias (Terapia), plantea para el hipocondríaco protagonista de su historia el Camino de Santiago como el último bálsamo de Fierabrás, una vez más entendido como medicina del cuerpo pero, sobre todo, del alma.
Sin darnos cuenta estamos cayendo en la trampa sibilina del capitalismo, que pretende que nos olvidemos de los problemas sociales y colectivos, y nos sumerjamos en las soluciones individuales y aisladas del contexto. Y en este proceso, el Camino de Santiago puede llegar a ser un soma aldoushusleyano, una mera evasión de la realidad bien empaquetada y comercializada, como lo podrían ser las drogas, los videojuegos, el sexo meramente físico, el fútbol o cualquier otro tipo de viaje de ida y vuelta que nunca sacia.
Incluso hemos llegado a pensar si esos valores del Camino que tanto apreciamos para mejorar nuestras vidas, entre ellos los de la libertad, la humildad, el aprender a disfrutar de las cosas sencillas o el ser felices con una ligera carga en la mochila, en el fondo no son más que tretas a las que recurre el sistema en esta fase de automatización que se avecina, con la consecuente inseguridad y degradación de las condiciones laborales que ello va a conllevar en muchos campos. Ya que no podrán consumir al nivel que lo hacen ahora, al menos que esas capas de la sociedad, cada vez más amplias, se acostumbren a vivir con menos, utilizando los albergues y comiendo los menús del día de baratillo, porque si así son felices, problema resuelto y pelillos a la mar.
Para concluir hacemos profesión de fe de las grandes enseñanzas que proporciona la experiencia del Camino, pero no de su interpretación individualista, porque sin el encuentro con los demás, la dimensión comunitaria, fraternal y solidaria, el acto de peregrinar carece por completo de sentido y se transforma en un viaje interior, cierto, pero para mayor gloria del propio ego.
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