Camino de Santiago: ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?
El desencanto de un hospitalero anónimo del Camino Norte ha colapsado las redes sociales con comentarios de aprobación y solidaridad, y un halo de desesperanza parece haber envuelto, por momentos, los testimonios vertidos en Gronze. Personalmente comprendo perfectamente los motivos de este hospitalero, que con el paso del tiempo ratifica lo que todos los que seguimos durante años en el Camino percibimos con nitidez: que el perfil de los peregrinos está cambiando velozmente y, sobre todo a causa de la masificación, el impacto del mero senderismo o del turismo es cada vez mayor. En primera línea de acogida esta certidumbre se acrecienta, porque cada vez se ven obligados a lidiar con un mayor número de personas que están en el Camino sin saber muy bien porqué, y esto puede minar incluso a los espíritus más férreos.
Podría unirme al coro del abatimiento, recordando esa canción de Celtas Cortos que tantas veces, en momentos de bajón, me ha acompañado en la ruta (La Senda del Tiempo); sin embargo, hoy prefiero dejar una puerta abierta a la esperanza…
Esperanza porque, pese a los pesares, la llama del Camino, que algunos prefieren denominar magia, sigue viva en muchos, y como muestra valga esa ola de comprensión y apoyo.
Y optimismo matizado porque, bajo la aparente capa de banalidad, el gran peso de la historia que posee la ruta jacobea sigue cautivando a muchos, da igual a cuantos (Yahveh, a petición de Abraham, prometió que no destruiría Sodoma y Gomorra si al menos hubiera en ambas ciudades diez justos), pero a muchos más de lo que podamos suponer.
Lo que suele ocurrir, y más aún en el mundo de la hospitalidad tradicional, y ya no digamos en los albergues de donativo, es que uno pone mucho de su parte y espera receptividad, y hoy no todos la tienen, porque han llegado al Camino convocados por equívocos mensajes, promociones e intereses comerciales de diversa índole, y arrastrados por ese concepto que conocemos como moda.
En la tensión vital los más idealistas, que son quienes llenan la tierra precisamente de esperanza, toman a veces decisiones radicales, queman las naves y se lo juegan todo a una carta: son experiencias vitales de riesgo. Conocemos múltiples casos en los que un peregrino emocionado, o una pareja nacida del Camino, deciden cambiar de vida y crean su albergue para seguir instalados en esa “nube”, a la que han ascendido tras completar su peregrinación. Proyectos que a veces se consolidan, planteamientos que con el tiempo cambian y se convierten en un trabajo como otro cualquiera, flores que el tiempo marchita,… arriendos, ventas, toallas tiradas.
Quien se acerca mucho al fuego corre el riesgo de quemarse, pero quien se aleja de él, con seguridad, pasará frío.
Al margen de casos y cuestiones personales, me parece muy oportuno comentar algo sobre otra idea a la que alude el título: ¿fue cualquiera tiempo pasado, como expresan las célebres coplas elegíacas de Jorge Manrique, mejor?
Nuestro hospitalero sitúa su primera toma de contacto con el Camino en el año santo de 1999, pero otros retrotraen esta experiencia impoluta de “camaradería” a 1993, primer boom del actual ciclo peregrinatorio, e incluso a los años 80, cuando se dormía sobre la paja en el frío suelo pétreo de las pallozas de O Cebreiro, en los porches de las ermitas o contemplando las estrellas. A través de la idealización de estas vivencias primigenias en cierto modo nos hacemos partícipes de un mito universal: el de la Edad Dorada.
Huelga aquí desarrollar la teoría, pero baste recordar que en muchas culturas y religiones existe un origen ideal, un paraíso perdido, un país de leche y miel al que regresaremos, tras la muerte, si en nuestra vida hemos sido justos.
El supuesto paraíso que algunos evocan con nostalgia, porque lo he conocido bien como peregrino en los años 80, siempre me ha parecido una construcción a posteriori y un tanto edulcorada. Recuerdo que en aquellos tiempos, en que es cierto agradecíamos cualquier cosa, por humilde que fuera, que nos ofrecían, también lo es que todo estaba en precario, y que echábamos pestes al tener que esperar horas, sudados y agotados, para que alguien se dignara en abrirnos la puerta de una rectoral destartalada y llena de ratones, de una cárcel sin uso en lamentables condiciones de salubridad o de una escuela desocupada en verano. Algunos pontifican ahora que les encantaba lavarse a pelo con agua fría en ríos o con mangueras, y dormir al raso bajo la Vía Láctea, pero han olvidado lo cerca que estaban entonces de pillarse una pulmonía a la luna de los Montes de León, una indigestión galopante por consumir agua de fuentes sin tratar o como eran inmisericordemente masacrados por la bichería estival.
Las sopas de ajo de José María y el tazón de caldo de Don Elías eran una reparadora bendición, no cabe duda, pero la mayoría de los días era preciso mantenerse a base de chorizo, paté y sardinas en lata, que acabábamos por odiar. Y todo ello por no hablar de la pésima señalización, de cómo nos perdíamos cada dos por tres y nos la jugábamos por el arcén de las carreteras. Aunque cada peregrino era un compañero, y todo se compartía, había tan pocos con quienes hablar, y con quienes compartir, que podías acabar tarumba dialogando contigo mismo o con dios quién sabe. Yo, desde luego, no añoro en absoluto aquella época, supuestamente heroica, por más que nos haya hecho fuertes y PEREGRINOS, y no por una cuestión de confort, sino básicamente de dignidad (por mejorar el Camino hemos luchado tantos años en las asociaciones jacobeas).
No solo cambian el Camino y los peregrinos, ahora en muchos casos meros “clientes” sin más, estoy de acuerdo, sino que también cambiamos nosotros (20 de Abril, otra vez Celtas Cortos), y el cansancio hace mella en nuestras convicciones, es algo propio de la naturaleza humana. Resistir contra viento y marea no siempre es una receta de provecho, pero tampoco suele ser justo echarle toda la culpa a las coyunturas, a los demás.
Hay soluciones para resistir, por ejemplo elegir a los peregrinos, rebajar las comodidades del albergue para que el filtro sea más exigente, disminuir el número de plazas, buscar únicamente a quienes vienen de lejos, marcharse a un Camino menos trillado y más duro e incluso, ¿por qué no entre quienes han optado por el modelo de donativo?, cobrar por lo que se ofrece, lo que no tiene porque suponer una claudicación, sin rebajar un ápice el estilo de acogida.
Lo bueno de las modas es que pasan, y más tarde que pronto el río, con toda seguridad, volverá a su cauce aunque la crecida de 2021 provoque una catástrofe.
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