Camino de Santiago: El incesante acarreo de mochilas
El cotidiano y continuo traslado de equipajes ya forma parte del paisaje del Camino de Santiago. Decir si fue antes la gallina o el huevo carece de sentido en este campo, si bien en el marco del capitalismo, sistema que gobierna nuestras vidas, suele prevalecer que la demanda genere la oferta, aunque también es factible, y así sucede en muchas ocasiones, que una oferta agresiva acabe por generar un nicho de mercado que luego los comportamientos miméticos, en esa nebulosa de caprichosa evolución que definimos como la moda, pueden ir agrandando.
Tras el introito, meramente especulativo, vayamos a los hechos, y estos son claros y meridianos.
Al principio, y cuando hablo del principio no me refiero al siglo X –que también y salvo en el caso de la clase pudiente–, cada peregrino cargaba con su mochila, o sea, con sus pertenencias, y no resultaba nada fácil mover equipajes. Los peregrinos con problemas físicos, lesiones sobrevenidas o a causa de la propia constitución del individuo o de la edad, limitados en el ejercicio de la carga, pasaban mil penurias para cumplir este trámite, máxime en un tiempo en que los artilugios destinados al senderismo eran mucho más rudimentarios que ahora, y que las ropas predominantes eran las de algodón 100%, incluidas las toallas de baño similares a las de uso diario. Había, y aún hay, quien en la propia casa confeccionaba estrafalarios carritos con arneses para poder mover la carga. Los menos previsores, llegada una situación extrema, podían recurrir a la bondad de algún hospitalero que se movía de aquí para allá y, por supuesto, a los taxis locales.
Pronto, sin embargo, se fue difundiendo la idea de que tan peregrino era el que cargaba su mochila, por algunos pronto identificado como una especie inadaptada de masoquista penitente condenada a la extinción, como los que no, porque cada uno hace su peregrinación como le venga en gana, ¿no es la libertad el lema del Camino? Es así como se comenzaron a desarrollar, aún de forma embrionaria, las que serían las grandes redes de transporte de equipajes, y personas, de etapa en etapa. Los taxistas, que se fueron asociando en algunos casos –no muchos, porque este mundo es bastante individualista y competitivo–, tomaron la iniciativa, y los precios eran aún elevados, aunque aplicando pequeñas rebajas para grupos.
La organización del transporte se fue acelerando, y empresarios con vista de lince fundaron las primeras firmas con vocación global, en algunos casos coordinando los servicios ya existentes, en otros dotándolas de una red propia de vehículos. La competencia fue mayor, al abaratarse los costes descendieron los precios, y en itinerarios como el Camino Francés, donde por el momento estaba el negocio, se fue bajando hasta los 6-7 € de media por etapa.
Una nueva revolución llegó cuando el servicio público de Correos, empresa que con la revolución de internet y de las redes sociales perdió mercado, teniendo además que prestar el servicio en todo el país, lo que no propicia gran rentabilidad, descubrió el filón del Camino, donde podría utilizar sus oficinas, empleados y medios de transporte para obtener pingües beneficios que compensaran el desplome del carteo. La llegada de Correos fue para el Camino como la de Ryanair al mundo de la navegación aérea: universalización del servicio en todos los caminos y nueva bajada de precios, hasta los 4-5 € por etapa, dependiendo de la fidelidad del usuario.
El panorama se ha estabilizado con estos actores: taxistas por cuenta propia o asociados, dueños de albergues con licencia de transporte que trabajan gracias a la confianza que sus huéspedes depositan en ellos, agencias que contratan servicios de segundos o terceros y ofrecen a mayor coste estos traslados, empresas de transporte más o menos especializadas en el Camino –algunas de gran envergadura y con gran capacidad económica–, y Correos.
Descrita someramente la situación, ahora llegan las grandes preguntas al respecto: ¿por qué ahora hay tantos peregrinos, o lo que sean en su fuero interno, que recurren al transporte de mochilas?, y la más peliaguda y problemática, ¿se es igualmente peregrino si se camina sin cargar la mochila?
Sobre la primera cuestión vamos a ser políticamente correctos, y responder que como existe una oferta la gente la aprovecha o, planteando una lectura moralista, cae en la tentación. Digamos que ahora, a diferencia del pasado, se puede hacer el Camino más cómodamente, porque esto de sufrir no es vocacional, cada uno sabe de sus circunstancias, y para muchos ya basta con el esfuerzo de caminar a diario distancias considerables. Lo mismo se podría decir del creciente uso de las bicicletas eléctricas, donde la tecnología ayuda.
No habría mucho que objetar a estos razonamientos porque, en realidad, el quid de la cuestión se encuentra en la segunda pregunta. Para dar una contestación a una interpelación tan directa y categórica, no deberíamos mirar solo hacia el Camino de Santiago, sino también analizar la evolución del concepto de peregrino y, desde luego, atender a factores externos, sociales y económicos, de la época que nos toca vivir.
Vamos allá entonces al ataque, como decía Chiquito de la Calzada que Dios lo tenga en su gloria, a mojarnos en tal controvertido asunto.
¿Se es igualmente peregrino si se camina sin cargar la mochila –y añadimos aquí– sin un motivo justificado? Es importante la matización porque hay personas que, por el motivo que sea –problemas del corazón, una hernia, escoliosis, edad, debilidad física, etc– no pueden llevarla aunque quisieran, y para ellas es una bendición el poder hacer el Camino sin tener que estar pensando a diario cargar sus pertenencias de un lugar a otro.
Hecha la precisión mi respuesta va a levantar algunas ampollas, nunca mejor dicho, pero lo siento porque es lo que realmente pienso, visto lo visto, y oído lo oído, de la generalidad de los que no cargan la mochila de principio a fin, y donde digo mochila podría también incluir maletas, porque ahora muchos vienen al Camino con mochilita para el día a día y maletones para cambiarse y hacer turismo por las tardes, voluminosos equipajes que no solo van a los hoteles, también a los albergues, no hay más que comprobar los depósitos mañaneros en cualquiera de ellos, sobre todo en las etapas más próximas a Santiago.
Pues bien, si el Camino es, como apunta en su último libro José Antonio de la Riera, entre otras cosas compañerismo, solidaridad, humildad, libertad, aventura y esfuerzo, resulta evidente que algunos de estos valores se ven mermados cuando optamos por caminar sin mochila. La libertad y la aventura adiós, porque todo deberá estar programado, etapa fija hasta donde nos espere el equipaje, no hay cambio posible en función de las circunstancias. Y el esfuerzo, reducido al menos a la mitad, nos convierte poco a poco en viajeros, como mucho, y más atinadamente en turigrinos o, seamos realistas, únicamente en turistas que van por el Camino como podían ir por cualquier otro lugar de moda, de paseo.
Es por ello que la iconografía renovada del peregrino, y la de Santiago Apóstol Peregrino si se hiciesen imágenes realmente contemporáneas, para mí siempre deberá ir provisto de su mochila, elemento hoy bastante más definitorio del moderno sentido de la peregrinación que una concha de vieira o un bordón.
Salvadas las excepciones, y quiero resaltar por última vez este aspecto para que nadie salte a degüello acusándome de insensible ante la desgracia ajena, nada más lejos de mi intención, ya que es posible que algún día acabe teniendo que recurrir a estos servicios de transporte o quedarme en casa sin hacer el Camino, la ausencia de la mochila es un claro síntoma no de la democratización del Camino, como machaconamente nos intentan vender las partes interesadas, sino de su progresiva mercantilización y, en última instancia, turistización. Amén.
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