Escapães: El mejor regalo para los peregrinos
Llega enero y, después del paréntesis de las fiestas de Navidad, los excesos de Nochevieja y los regalos de Reyes, es buen momento para hacer balance del año que queda atrás. Por lo que respecta a este jacomaníaco compulsivo, 2017 me ha dejado tres grandes obsequios: el feliz descubrimiento de dos caminos poco conocidos, y una breve pero deliciosa experiencia de acogida al peregrino.
Los dos caminos a que me refiero han sido el más que recomendable Camino de Madrid, que por cierto ya dispone de su guía completa en gronze.com, y el primer tramo del Camino Mozárabe entre Almería y Granada, una verdadera perla para peregrinos gracias al esfuerzo realizado por las Asociaciones de Almería y Guadix.
Pero el número uno de mi TOP 3 particular ha sido un flash de apenas veinte minutos, una sorpresa inesperada durante el tramo Lisboa-Oporto del Camino Portugués. Después de dos semanas pisando mucho asfalto y sin grandes satisfacciones (salvo conocer nuevos compañeros y, por supuesto, disfrutar de la magnífica gastronomía portuguesa) acometía la etapa entre São João da Madeira y Grijó, que por lo pronto se presentaba bastante anodina, como tantas otras de este camino. Una jornada cortita y eminentemente urbana, ya a tiro de piedra de Porto.
Pues bien, a la salida de São João da Madeira y tras 4 km de aburrido callejear, las flechas nos llevan hacia la localidad de Escapães, donde se pasa frente a un jardín de infancia con el nombre de Santo António o Casa da Árvore; allí un cartel en tres idiomas insta a los peregrinos a llamar al timbre o campanilla del parvulario, asegurando que en su interior tienen una sorpresa para nosotros. En principio imaginé que sería cualquier solemne tontería, pues el cartel parecía anunciar un “albergue virtual”, tal vez en referencia a una casita de madera que puede verse en lo alto de un árbol del jardín. Así, escéptico por naturaleza, ya me disponía a seguir mi camino cuando una voz me hizo volver la vista atrás:
–¡Bom dia, peregrino! ¡Bem-vindo!
Desde el porche de entrada a la escuela una de las maestras me saludaba y salía al patio para abrir la cancela. Tras invitarme a entrar, ella y la directora del centro se presentaron y me ofrecieron su hospitalidad: descargar la mochila, ponerme cómodo, aceptar un café o un vaso de agua, utilizar el baño y disponerme, si no tenía inconveniente, a ser agasajado por los alumnos, un grupo de unos 25 niños y niñas de 3 a 5 años que en aquel momento estaban en clase de música y expresión corporal.
No puedo explicar con palabras las sensaciones que experimenté tras entrar en el aula: niños que me observaban expectantes para, una vez sentado en un banquito frente a ellos, entonar una canción de bienvenida al ritmo de una graciosa coreografía; después, en riguroso orden, me saludaron uno a uno diciendo su nombre y su edad, tras lo que yo también me presenté en mi regular portuñol, tratando de explicarles mediante palabras y gestos mi condición de caminante y mi lugar de procedencia; las monitoras, siempre al quite, también intervinieron con algunas preguntas: ¿Tu país queda muy lejos? ¿Vives en una ciudad o en el campo? ¿Y cómo es que falas este portugués tan raro?... Durante la charla uno de los pequeños me trajo la bandeja con el café y un precioso libro de visitas… y acto seguido tocaron y cantaron para mí uno de los villancicos que ensayaban para el festival de Navidad... y después otra canción con otra danza...
Reconozco que en varios momentos tuve que contener las lágrimas; con facilidad habría arrancado a llorar a moco tendido, no sólo de emoción sino también de nostalgia –dichosa saudade en portugués–, pues aquella aula, las batas de cuadros, el olor a guardería y los villancicos me recordaron mi ya lejana niñez y también la de mis hijos. Pero aguanté como un jabato, sin dejar de sonreír y aplaudiendo agradecido tras cada canción, mientras me sentía tremendamente afortunado por estar viviendo aquella experiencia. Huelga decir que fueron los momentos más emotivos y felices de mi Camino Portugués.
Antes de despedirme, la directora de la escuela me explicó el origen de esta acogida que empezaron a practicar hace un par de años: como el trazado del camino de Santiago cruza justo frente a la escuela, los niños y sus maestros a menudo veían pasar a caminantes sudorosos, cargados con mochilas, a quienes saludaban a distancia desde las ventanas o desde el patio durante el recreo; una mañana que llovía mucho pasó un grupito de tres o cuatro peregrinos cubiertos bajo sus capas y, al verlos tan mojados, les invitaron a entrar a guarecerse bajo el porche; a pesar de hablar idiomas diferentes, pronto descubrieron que algunos de esos caminantes venían de países relativamente próximos y conocidos, tales como Alemania, Francia, Italia… pero otros venían de lugares tan lejanos como Australia, Polonia, EE.UU., Corea, Brasil... Y también descubrieron que muchos de ellos tenían hijos, niños que en su día fueron alumnos en parvularios muy similares a éste.
A partir de aquel día las educadoras del centro decidieron que incorporarían a su dinámica escolar la experiencia –que ya han convertido en un hábito– de dar la bienvenida e invitar a conocer la escuela a estos forasteros variopintos, intentando saber algo de su vida y obsequiándoles con su mejor regalo, como es compartir con ellos las mismas canciones, danzas o actividades plásticas que los niños realizan durante la jornada. Recientemente han completado esta acogida con un carimbo (un sello, en este caso adhesivo) para nuestra credencial y con un libro de visitas donde podemos dejar constancia de esta experiencia, ya sea escribiendo o dibujando.
Gracias a esta sencilla recepción a los peregrinos, repetida casi a diario, los niños del jardín de infancia de Escapães están aprendiendo una lección de vida, por desgracia poco común en nuestros días: que todo forastero debe ser tratado con respeto y cariño –y no como un desconocido a evitar–, y también que las diferencias de lengua, raza o costumbres no constituyen un problema sino una oportunidad de ampliar el conocimiento mutuo. A su vez, muchos caminantes quedan sin palabras ante una experiencia tan deliciosa, en la que por unos minutos vuelven a ver el mundo con ojos de niño.
Por todo ello, mi sugerencia: si pasáis ante el jardín de infancia en un día lectivo y durante las horas de clase, no dejéis de llamar al timbre. Allí os espera un fantástico regalo sorpresa, sin duda el mejor regalo para los peregrinos.
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