Hemos llegado a Santiago: ¿y ahora qué?
Quién no se lo habrá preguntado al llegar peregrinando a Santiago: «¿Y ahora qué?». Muchos caminos empiezan con una pregunta, pero ¿cuántos acaban con otra? ¿Significa eso que no hemos encontrado lo que buscábamos? ¿Sigue teniendo sentido un periplo que, lejos de apaciguarnos, nos deja ese regusto extraño?
Ante tal incertidumbre —que no es poca—, los peregrinos —primerizos, sobre todo— nos aferramos a menudo a esta respuesta: «El camino de verdad empieza ahora». Como si necesitáramos seguir andando con un sentido claro; como si deseáramos que «en la vida real» todo fuese tan fácil como seguir las flechas con la mochila puesta.
Hoy, en plena «vuelta a la normalidad» tras el estado de alarma, y con el sacrificio que de un modo u otro todos llevamos a las espaldas, parece que al fin vislumbramos las torres de la catedral. Pronto alcanzaremos Santiago… y algunos nos lo volveremos a preguntar. Por cambiar, a la socorrida respuesta, démosle esta vez la vuelta: «El camino de verdad ha empezado ya».
El Camino de Santiago —y la peregrinación, en general— nos brinda una experiencia extraordinaria para el aprendizaje emocional: ahí reside la magia. Pero no hay aprendizaje real, significativo, sin transferencia de lo vivido. En otras palabras: lo que de verdad te llevarás del Camino será lo que aplicarás en casa. Las vivencias más impactantes no tendrás ni que recordarlas: te gusten o no, las revivirás tantas veces como haga falta. Si se te quedaron fue porque algo necesitabas aprender; en ellas encontrarás la respuesta al inquietante «¿Y ahora qué?».
La educación emocional o para la vida, que promueve el desarrollo de competencias para la salud integral —física, emocional y mental—, nos invita a transferir lo vivido por medio de la conciencia. Vivencia, reflexión y transferencia conforman así las etapas de un camino nuevo en nuestra evolución: el del aprendizaje consciente para vivir mejor.
Emprender ese camino empieza siempre por nosotros mismos: bastará con que nos sintamos y escuchemos lo que nos pasa. Algo tan básico como a menudo ignorado, para nuestra desgracia. «¿Y eso para qué?», podemos preguntarnos. Pues para llevarnos «aún más puesto» a casa lo que vivimos yendo a Santiago. Porque solo cuando soy consciente de lo que me pasa —sea «bueno» o «malo»— puedo transformarlo. Y lo bueno también se transforma: ¡a mejor! De ahí que peregrinar se convierta a menudo en la inversión de nuestra vida: como el que buscamos tener en el banco, el Camino es nuestro «colchón»… emocional, que es algo esencial. Por eso en cuanto podemos «lo alimentamos» y queremos más.
La conciencia es clave para la transferencia porque nos abre el plano una barbaridad. Al contrario de lo que se suele pensar, ser consciente no implica «darle mucho a la cabeza»: significa «despertar». Una vez que has hecho el click, no hay vuelta atrás. Entonces, simplemente, sucede: empiezas a «conectar los puntos» de los que habló en su día Steve Jobs. Y aquella anécdota tan tonta que viviste en el Camino, un día «te viene» sin razón aparente y la emoción te embarga, un subidón: en aquella etapa aprendiste algo y ahora te das cuenta, al aplicarlo. Te emocionas porque el Camino, estés donde estés, te sigue enseñando. Sin moverte ni un palmo, te encuentras llegando de nuevo a Santiago: sin palabras; todo corazón.
Durante los últimos meses, muchos hemos recorrido un camino hasta hace poco impensable: el de la reclusión. Estamos llegando a nuestro destino, que es la liberación. No cabe duda de lo mucho que hemos vivido, pero ¿cuánto hemos aprendido? Unas pocas preguntas bastan para trascender la desgracia. ¿Con qué nos quedamos? Dentro de lo malo, ¿qué nos ha hecho bien, como sociedad y como individuos? ¿Cómo ha beneficiado esta situación al entorno en el que convivimos? ¿Somos conscientes de que sin «él» no hay «nosotros», de que somos lo mismo? ¿Qué vamos a hacer desde hoy para preservar el equilibrio? ¿Y si nos quedamos también con lo bueno y, en adelante, lo elegimos?
Nuestro camino, sea cual sea, no termina aquí. Los peregrinos lo sabemos muy bien: siempre nos quedará el epílogo. ¿Y si alargamos el recorrido hasta los límites del mundo conocido? ¿Y si apostamos por una economía verde, unas necesidades reales y un entorno saludable? ¿De verdad creemos que podemos seguir «como antes»?
La inmensidad del océano, como colofón, no puede hacer más seductor el abismo: tan imponente como esperanzador. El atardecer nos traslada donde muere el sol, y con él nos desprendemos de nuestro miedo al vacío: mañana renaceremos también. La incertidumbre deja paso al silencio, que es paz. ¿Y ahora qué? Ahora toca honrar al Camino aplicando lo que aprendimos en él, que no es sino honrarnos a nosotros mismos. No nos merecemos menos, pero hagámoslo bien. Buen camino.
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