Santo Sepulcro de Torres del Río: Un templo enigmático
Tranquilos, no nos hemos pasado al bando de los irreductibles buscadores de misterios, que desde los tiempos de Louis Charpentier y Juan García Atienza, que obraban como alquimistas de catacumba y publicaban en editoriales de la pseudociencia, han ido evolucionando hasta la exquisita y convincente erudición de José Tono Martínez, o hacia perfiles tan mediáticos como los de Iker Jiménez o Fran Contreras, todos los cuales han bebido en el inagotable filón del Camino de Santiago, al que indefectiblemente le han añadido el adjetivo de «mágico».
Nos dirigimos hoy a la localidad navarra de Torres del Río para dar unas vueltas alrededor de su iglesia del Santo Sepulcro, que ha tenido el infortunio de contar en proximidad, sin salir del antiguo reino de las cadenas, con una seria competidora: Eunate. Ambos templos tienen un oscuro origen y función, pero la capacidad de seducción de Eunate es mayor por su localización en un despoblado y, lo que aumenta el arcano y las hipótesis, la presencia de una arquería alrededor.
Sin embargo, vamos hoy a esforzarnos en reivindicar la extraordinaria calidad de la iglesia del Santo Sepulcro (último tercio del siglo XII), que en su propia advocación y sin tapujos reivindica su razón de ser. Y esta no es otra que reproducir a pequeña escala la planta y el alzado, en acabado sanctasanctórum, de la célebre basílica jerosolimitana. Hasta aquí todo parece evidente.
Un descubrimiento tardío
Lo primero que sorprende de este templo, hoy reconocido por los estudiosos en historia del arte medieval, es que tardase tanto en ser descrito y valorado, permaneciendo en el anonimato, sin proyecciones del romanticismo, hasta los albores del siglo XX. Es entonces cuando, imbuidos de esa falacia que aún en el presente tiene tantos adeptos, se atribuye su construcción a la orden del Temple, unos caballeros a los que se habría encomendado la defensa del Camino y la protección de los romeros. No obstante, sería Georgiana Goddard King, brillante hispanista a la que debemos tantas aportaciones, quien difunde su existencia en el ámbito internacional a partir de su libro The Way of Saint James (1920). Es ella la primera en apuntar la influencia islámica de su bóveda, con parangón en ejemplos toledanos (el Cristo de la Luz) y de la mezquita cordobesa, y también quien vincula la obra con la orden de los canónigos regulares del Santo Sepulcro, fundada en Tierra Santa unos años antes que las del Templo y el Hospital.
El cliché de iglesia octogonal = a obra templaria, venía ya de los tiempos de Viollet-le-Duc, y en la península ibérica tenía como referente la célebre rotonda templaria del Convento de Cristo en Tomar (Portugal). Pronto, sin embargo, estudiosos de la arquitectura románica como Elie Lambert descartan el origen templario de Eunate y Torres del Río, que venían siendo calificadas como capillas funerarias, provistas de linternas de muertos (luz perpetua en honor de los difuntos, con ejemplos en Francia), ¿desaparecida en Eunate?, o faro de peregrinos, pero en ambos casos sin el más mínimo vestigio de que se hubiesen encendido hogueras: ¡ni un rastro de hollín!
Años después, la documentación descartó definitivamente cualquier vínculo con la orden del Temple, pues a comienzos del siglo XIII aparece claramente descrita como una posesión de los canónigos agustinos del Santo Sepulcro.
Por lo tanto, las hipótesis más plausibles son las que proponen un edificio que, en suma, pretendía generar una referencia del Santo Sepulcro de Jerusalén, y para ello se adoptaron los recursos estéticos orientalizantes disponibles, buscando conscientemente una «ambientación» a lo Cinecitá, y acaso con presencia de una reliquia desaparecida, estimulando una visitación al remedo de la tumba o con exposición y adoración de la hostia consagrada, concepción que reforzaría la existencia de las inscripciones, nada habituales, con los nombres de los doce apóstoles.
Jugando a dioses: medidas perfectas
La planta del edificio es muy sencilla, un regular octógono en uno de cuyos lados se abre un ábside semicircular, y en el frente opuesto se adosa una torre circular, sin duda posterior, con la escalera de caracol que asciende a la cubierta. En el alzado dos cuerpos: el inferior con arcos ciegos apuntados, la puerta que se abre al sur y algunas ventanas con arco de medio punto, y el superior con más ventanas románicas de medio punto de mayor tamaño. Sostienen el alero unos modillones de filiación islámica. Y en el centro de la cubierta se eleva una linterna, también octogonal y de tres cuerpos delimitados por columnas y molduras.
Quien sea curioso podrá descubrir, en el exterior y formando parte de una ventana, un capitel sorprendente, pues muestra a un hombre de cuya boca salen dos colas retorcidas de dragones, que se enroscan simétricamente alrededor de su cabeza y la muerden al unísono a la altura de las sienes.
En el interior sobresalen las molduras que separan los cuerpos, profusamente decoradas con tacos jaqueses; los capiteles, algunos de ellos historiados como el del Descendimiento o, muy significativo, el de la Visita al Santo Sepulcro vacío; las celosías de las ventanas altas, de delicados entrelazos todos diferentes y de raigambre islámica; y, por supuesto, la soberbia bóveda de estrella califal, cuyos ocho nervios mayores —inscritos con nombres de los apóstoles— no se unen en el centro, dejando espacio para un círculo sobre el que se alza la linterna, sino que se cruzan entre ellos tres y cuatro veces, contando con otros 8 nervios suplementarios de refuerzo.
Pocas veces podemos alcanzar la ataraxia, al menos en el plano de la emoción artística, contemplando una bóveda, remedo pétreo de la mística celeste. Lo hemos sentido, sin duda por la perfección formal y un cierto desasosiego de irrealidad, pasmando largos minutos en el interior del Panteón de Agripa, en Roma. Y también lo hemos conseguido en la penumbra de Torres del Río, admirando esa bóveda de impecables proporciones, matemáticamente tan lograda y perfecta (a su lado Eunate es obra de un aprendiz), por lo que no es de extrañar que haya dado lugar a elucubraciones fantasiosas de todo tipo.
Dando juego a reiteradas suposiciones bafométicas, en algunas ménsulas aparecen dos testas tenebrosas: una fiera que devora un perro descabezado, y otra de un sileno. Nada tienen de extrañas si se analizan otros ejemplos del bestiario medieval y su simbología.
Además de los ejemplos califales, de las mezquitas de Córdoba y del Cristo de la Luz en Toledo, el Santo Sepulcro de Torres del Río se ha puesto en relación con dos edificios sitos en las rutas de peregrinación del sur de Francia: las iglesias de Sainte-Croix, de Oloron-Sainte-Marie, y de Hôpital-Saint-Blaise, y en España con San Miguel de Almazán, por la bóveda, o la Vera Cruz de Segovia, por la planta.
Recordando a Carmen Pugliese
Nuestra querida amiga italiana, la italiana de Torres del Río que desde su albergue La Pata de la Oca tanto revuelo causó en su cruzada por la justicia —la humana y la divina, como D. Quijote—, a fuer de ser vecina de la iglesia durante ocho largos años, acabó documentándose sobre ella y elaboró sus propias teorías. Cuando Iker Jiménez pasó por allí para preparar su libro (Un viaje mágico por el Camino de Santiago. De oca a oca por el camino de las estrellas, Edaf, 2004), le confesó que estaba persuadida de la ya por entonces denostada filiación templaria, y que la linterna habría de ser un espacio ritual asociado a prácticas de iniciación, relacionadas con la muerte simbólica y el tránsito a un nuevo conocimiento, aplicadas a los novicios que profesaban en la orden.
Caminos sin duda atractivos, aunque sin la más mínima apoyatura documental, y otro tanto cabe decir de la prolífica aproximación de Juan García Atienza en sus guías mágicas de España, el Camino y sobre los templarios, que merecerían un largo análisis, quedamos emplazados, cuando se justifica la ubicación del templo sobre una fractura telúrica, o la abrumadora ligereza con que Francisco Contreras Gil transforma Torres del Río, sin aportar argumentos, en un «santuario del Grial».
Poco a poco la ciencia va arrinconando en el desván de la historia algunas atribuciones insensatas y viejas leyendas apócrifas, aunque es cierto que éstas, por la irresistible pasión que nos provocan los enigmas, resurgen periódicamente y vuelven a campar a sus anchas, y lo hacen en un eterno retorno, tan inevitable como el de los ciclos, que se corresponde con los procesos de aprendizaje y olvido, consustanciales a la especie humana.
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