Un retablo para el Santuario de A Barca (Muxía)
Pensemos en clave global, pero actuemos localmente, este es el exitoso lema del movimiento ecologista que hoy queremos traer a colación. Y aún a riesgo de situarnos en el medio de un enconado combate dialéctico, lo que sin duda implica recibir pedradas de tirios y troyanos, vamos a intentar participar en una discusión que, pese a su apariencia local y algo rancia, más propia de escolásticos salidos de Amanece que no es poco, tiene mucho de universal.
Los antecedentes
El día de Navidad de 2013 todos los diablos de la Costa da Morte se conjuraron para acabar con el santuario da Barca, una de las metas seculares de la peregrinación jacobea. Al incendio provocado por un rayo, con la inestimable colaboración de una vetusta instalación eléctrica, que destrozó las cubiertas y el retablo mayor, pero por fortuna no la imagen titular gótica de la Virgen, custodiada en otro lugar, sucedió un tremendo temporal que hizo crecer las olas hasta rodear el mismo atrio del edificio. En otra época, tal conjunción habría sido calificada como obra cierta del maligno, o un claro indicio de la proximidad del Apocalipsis, y Jorge de Burgos nos habría imprecado por pecar de incorregibles risueños, ¡penitenciagite!
El tema se solventó con el Meteosat, y a renglón seguido con el desembarco del poder político a prometer el oro y el moro: «Se hará todo lo que sea necesario para devolver el santuario, emblema de Galicia, a la situación previa», bla, bla, bla. La Iglesia costeó la restauración de la cubierta, con alguna que otra modernidad interior que al vecindario disgustó, y del altar nunca más se supo.
Digamos que el retablo calcinado no era una obra menor, sino una de las mejores creaciones del imaginero barroco Miguel de Romay (1670-1740), que entre otras obras realizó los órganos de la catedral de Santiago, el retablo mayor de la colegiata de Iria Flavia, el tabernáculo de Nosa Señora dos Ollos Grandes (catedral de Lugo), el altar del Santo Cristo de Fisterra y los retablos de San Martín Pinario, junto con Fernando de Casas, o de la antigua iglesia de la Compañía, ahora de la Universidad, colaborando con Simón Rodríguez, y también el catedralicio de la capilla del Pilar, los tres últimos en Santiago. Contratado en 1717, el de Muxía constituía un extraordinario compendio mariológico y por no extendernos más huelga decir que su pérdida ha sido desastrosa en términos patrimoniales.
Poco después del desastre surgieron voces, sin duda bien intencionadas, para que el vacío dejado por el armatroste barroco fuese ocupado por una intervención contemporánea, a poder ser firmada por un artista del máximo nivel, y se llegó a citar nada menos que a Miquel Barceló, laureado artista que había ejecutado una brillante intervención en la capilla del Santísimo de la catedral de Mallorca (2006) y, se comentaba, podría estar interesado en el proyecto.
La actualidad, ¿qué hacer en A Barca?
Ahora, ocho años después sin que se hubiese hecho absolutamente nada al respecto, salvo colocar en el testero una gran fotografía, a tamaño real, del perdido retablo, el nuevo alcalde de Muxía, Iago Toba, desea cerrar esta página y apuesta por una reproducción, pues con la tecnología de la que disponemos en el presente se podría obtener una réplica casi perfecta. Fundamenta su pretensión, por ahora solo eso, en el apoyo mayoritario que los vecinos de Muxía dan a la idea, los cuales, como devotos del santuario, añade el alcalde, algo tendrán que decir.
Pues bien, algunos se le han echado encima, y muy especialmente el catedrático muxián de Historia del Arte Antón Castro (Universidad de Vigo), que fue director del Instituto Cervantes de París y subdirector general de Patrimonio del Ministerio de Cultura, tildándolo de populista e indocumentado, ya que en su opinión son los expertos, y no el pueblo, quienes deben decidir en un asunto de tanta enjundia.
En la controversia se han esgrimido argumentos de todo tipo, desde algunos fundamentados en los manejados sobre arte, restauración y rehabilitación, campo en el que conviven diversas tendencias o escuelas, a otros más soeces, llegando al insulto y a la descalificación ad hominen, más propios de un plató de telerrealidad o de una sesión del parlamento español.
Por momentos hemos creído revivir las querellas entre Elipando de Toledo y Beato de Liébana o, pensando en tiempos más cercanos, las discusiones del Siglo de las Luces a propósito de las milagrosas formaciones en las rocas cubiertas de moluscos inmediatas al santuario de A Barca, en las que terciaron nada menos que eruditos de la talla de Fr. Martín Sarmiento o el Padre Feijoo. También percibimos el aroma de aquellas ordenanzas tan propias del intervencionismo académico ilustrado, que parecen haberse perpetuado en el anti-barroquismo de la inteligencia cultivada. Esto como si no hubiera habido un movimiento romántico que exaltó la valoración del pasado dando por concluido, en la historia del arte, el tiempo en que lo nuevo arrasaba con lo viejo sin contemplaciones.
Con aviesa intención se han manejado términos equívocos, como el de la desvalorización de la falsificación. Aquí no se ha querido establecer la diferencia existente entre valor (el sentimental del pueblo, con arraigo a sus tradiciones) y precio, como si el retablo reproducido fuese una pieza destinada a ser subastada en Christie’s o Shotesby’s, sometiéndola al mismo control que se pone cada vez que llega a la sala una obra de Modigliani o Giacometti. Quienes hemos estudiado historia del arte, y nos preocupamos por la protección del patrimonio material e inmaterial, sabemos discernir que en el mundo de la creación el valor está en la idea, en el concepto, y aunque en un momento dado se pierda un original, este debe y puede permanecer en la forma en que se considere más oportuna. Por otra parte, en unos tiempos en que todos somos «conservacionistas», el que profesemos esta certidumbre, pero a la vez no hagamos un esfuerzo y apostemos por lo nuevo, semeja un oxímoron.
Supongamos, por un momento, que un fuego destruye de noche las Meninas de Velázquez. Alguien se percata de la tragedia y se lo comenta en petit comité a la Dirección del Museo. Para evitar el trauma colectivo que la pérdida supondría, se acuerda colgar en el mismo lugar una copia exacta, perfecta, tan bien conseguida que ni un experto podría detectarla a simple vista, y el grupo de los informados se confabula para ocultar por siempre la noticia. Nadie se percata y todo permanece igual. ¿Es un gran fraude el que se ha hecho a la ciudadanía, a la humanidad, al Arte, con esta suplantación? ¿No es acaso la idea de Velázquez la que ha triunfado más allá de las calamidades de los tiempos, y lo que es un triunfo de la mentira también lo es, paradójicamente, de una verdad superior que trasciende al paso del tiempo, el soplo creativo?
Por supuesto que el altar de Miguel de Romay no es equiparable a las Meninas, pero tampoco se trataba de una pieza menor. Su valor trasciende lo artístico y radica, también, en el aporte del contexto, pues cumplía una función central, por más que quienes a él se aproximaban no pudiesen hacer una lectura completa del mensaje mariológico de redención que plasmaba, en un santuario vivo, no en una sala de exposiciones. Creemos que es importante subrayar esto, el significado cultual y litúrgico del templo, cuando el proceso invasivo de musealización está avanzando, en aras de la rentabilidad, de un modo que ya roza lo bochornoso; que se lo digan a los peregrinos privados de orar, léase orar, que no digo tocar, ante el Pórtico de la Gloria, pieza segmentada de la catedral con la justificación del incuestionable dogma supremo del proteccionismo en relación con el depredador turismo de masas, aunque las verdaderas intenciones hayan sido otras.
A lo anterior también hay que sumar una realidad: que muchas de las grandes obras de arte que hoy admiramos, sobre todo de la arquitectura, son copias o reconstrucciones, como se ha encargado de recordar en detalle Rafael Lema, erudito activista cultural de la comarca. Y no parece que ello nos provoque trauma alguno, o una sensación de repulsa frente a la réplica.
Nuestra conclusión es clara. Ninguna vía debería de ser descalificada ni enviada a los infiernos de Dante o de quien sea, porque ambas opciones son válidas más allá de las modas: tanto la reproducción del altar, que sería una copia, cierto, pero no una falsificación al no mediar mala intención para obtener un beneficio con ella, en la que perduraría el espíritu de la obra de Romay y podríamos admirar de nuevo el prolijo programa iconográfico, como una intervención contemporánea de calidad, por qué no vanguardista, que aporte una nueva lectura y se convierta en un referente para el santuario y Muxía.
Más aún, ¿por qué no promover ambas vías? La copia del retablo en su sitio, donde tantos vecinos lo echan de menos, y una nueva aportación a situar en uno de los brazos del crucero. Así tutti contenti, mayor capacidad de atracción entre los visitantes, y sin vencedores ni vencidos. Tan sólo se precisaría aumentar el presupuesto, o establecer un orden de prioridades, pero todo es cuestión de saber gestionarlo con inteligencia.
En lo que no podremos nunca comulgar con nadie es en la defensa de ese prepotente, vanidoso, aberrante e inmisericorde pedrolo con pretensiones artísticas denominado A Ferida, que con el permiso de los «expertos» invadió el espacio sagrado del milagro y el entorno próximo del santuario, y que mejor estaría, solo por indultar al ninot, en la rotonda de la salida de una autopista.
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