El Síndrome de los 100 kilómetros
Hace no mucho tiempo, los peregrinos venidos de lejanas tierras se emocionaban al pisar Galicia. Coronar la montaña de O Cebreiro era un acto envuelto en una fuerte carga simbólica, pues ya habían alcanzado el país que, entre algunas naciones del Medievo, era denominado de Santiago, y la meta se intuía cercana. La aparición del pico Sacro, o el ascenso final al Monte do Gozo, han quedado reflejados en los diarios de viaje como otros de los momentos álgidos de tan costosa pero gratificante empresa. Divisar las torres de la catedral, en suma, suponía una de las mayores alegrías, un premio equiparable al de encontrarse con la Tierra Prometida: el reto estaba a punto de ser conseguido.
En los últimos años, sin embargo, la proximidad de la añorada meta está provocando, en muchos peregrinos de largo recorrido, una sensación bien diferente. El desasosiego se va apoderando de ellos, sobre todo en los itinerarios más transitados, a medida que avanzan por Galicia, bien sea descendiendo a la vega de Sarria por el Camino Francés, bien cruzando el puente internacional sobre el río Miño por el Camino Portugués. La causa de esta inquietud, equiparable a la de un explorador que se introduce por vez primera en una selva ignota, radica en la mala reputación que han adquirido las etapas finales, un descrédito que alcanza su máximo exponente a partir de Sarria o Tui, tanto es así que podríamos bautizar dicha reacción alérgica como el “Síndrome de los 100 km”.
¿Qué ha ocurrido para que la bella y deseada Galicia se haya convertido en territorio comanche? La principal razón es la moderna praxis de considerar que el Camino de Santiago puede ser asumido y vivido como una experiencia plena tan sólo en cuatro o cinco etapas. Tal interpretación, que entre los promotores del renacimiento jacobeo podría ser tomada a broma en los años 80-90 de la pasada centuria, goza en el presente, y la plaga va a más año tras año, de multitud de fieles. La cifra de las compostelas entregadas por la Oficina del Peregrino no mienten: en 2015 el 42% de los peregrinos eligieron un punto situado entre los 100 y los 120 km para iniciar su Camino, sobre todo Sarria, pero también Tui-Valença y otras localidades.
Dado que el Camino nunca ha sido una romería de ámbito galaico, ¿cómo es posible que alguien pueda tragar el cuento de que se puede hacer el Camino de Santiago, y ser un auténtico peregrino jacobeo, recorriendo tan sólo cuatro o cinco etapas? Pues bien, muchos son los intereses, y no el libre albedrío, los que juegan en este mundo mercantilizado para que, poco a poco, a través de mensajes capciosos y técnicas publicitarias de manipulación colectiva, se haya llegado a una completa tergiversación del peregrinaje compostelano.
Están, en primer lugar, los inequívocos propósitos de la Xunta de Galicia, para quien el Camino de Santiago es sobre todo Galicia, ya que en su concepción ramplona así conviene a la comunidad: transformar la ruta en un fenómeno de corto recorrido, con el premio inmediato de la meta, sus rituales vacuos, estampitas y botafumeiro, es pesca segura y abundante, gratificación inmediata para el sector hostelero y medallita a lucir en los balances cuantitativos de gobierno.
A la Xunta le hacen el juego las agencias, que han encontrado en el Camino un lucrativo filón, porque les resulta mucho más cómodo y provechoso ofertar y vender sus paquetes de cuatro o cinco días, por supuesto “todo incluido”, con la engañifa de que sus clientes experimentarán lo mismo que los matados que se hacen 800 o más km a pie cargando la mochila. Son los tiempos que corren, la gente ya no dispone, en la civilización del entretenimiento masivo, de tiempo para grandes gestas, qué le vamos a hacer.
La tercera pata de este banco la forma quien se presta al juego, en este caso una Oficina de Peregrinación dispuesta a bendecir la fórmula comercial a la vez que reniega de su propia historia: credenciales a go-go, Compostela para todos desprestigiada -¿cuántos, cada vez más, no la recogen?- y, cuando se plantea alguna crítica a tanta generosidad, se canta la letanía de marras, pues es bien sabido que hay gente enferma, mayor, sin tiempo, sin dinero o perezosa, tanto da, que también tienen derecho, porque aquí todo el mundo tiene hoy derecho a todo, de colgar su Compostela enmarcada en el salón.
De este modo los peregrinos de largo recorrido llegan a esta tierra extraña y la encuentran superpoblada por tribus que, aunque hablan su mismo lenguaje y hacen ostentación de su misma indumentaria (la concha, que no falte), en nada se parecen a ellos. En los 100 últimos kilómetros unos y otros fluyen por el itinerario como el agua y el aceite, en el mejor de los casos, o, a veces, como Ben Hur y Massala por el Circo Máximo. Es así como los caminantes bregados en lejanos horizontes, herederos de una tradición milenaria, fundada en el aprendizaje pausado, se dan de bruces con el anti-Camino, la mercantilización descarada, las prisas, el traslado masivo de equipajes, la competitividad, el consumismo, la insolidaridad, los estragos del turismo de masas y, en última instancia, contraen los primeros síntomas del consabido mal, que les provoca inseguridad, desencanto y frustración.
Un síndrome no extremadamente nocivo mientras se incuba, pero de veloz contagio a través de las redes y a medio plazo letal, pues en él está el germen de la desvalorización del Camino. Y el trastorno no se cura intentando desviar a los peregrinos hacia otras rutas –abandonando a su suerte el Camino Francés tras haberlo explotado sin piedad-, o a los meses invernales, refugio de los últimos de Cuba, porque con ello no se hará otra cosa que propagar la epidemia. Para atajarlo sólo se puede actuar de raíz y con honestidad, “lo siento, me he equivocado”, que dijo un rey que abdicó, y volvamos a promocionar el Camino en su dimensión histórica, que nunca tuvo nada que ver con una romería regional.
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