La política distancia Cataluña del Camino de Santiago
No es que, parafraseando a Lope de Vega, Violante me mande hacer un soneto, sino que uno mismo se mete en grave aprieto, llamémosle berenjenal, para tratar esta delicada cuestión, y algunos se preguntarán a santo de qué.
Pues bien, por una parte me preocupa, como a todo el mundo, lo que sucede en nuestro país, y también me intriga saber hasta qué grado la situación de Cataluña puede acabar afectando, por desafección con todo lo que supuestamente tenga que ver con el resto de España, a la peregrinación jacobea. Por otra, en mi peregrinación-periodística de agosto tuve tres encuentros desiguales con el Procés, historietas que no son piadosas, sino reales, que me gustaría compartir.
Los catalanes y el Camino
No es ahora cuestión de reivindicar el papel histórico de Sant Jaume en el reino de Aragón, ni leyendas como la ilerdense de els fanalets. Tampoco es momento de recordar la relevancia de las vías jacobeas catalanas, el enlace por el Roselló, muy concurrido en la Edad Moderna, las actuales rutas desde Barcelona y Montserrat hacia Lleida, Zaragoza y Logroño, el Camino del Ebro y los múltiples enlaces antiguos y modernos, entre ellos el que se dirige a San Juan de la Peña. Menos aun pretendo hablar de las muchas asociaciones de Amics del Camí que trabajan en la comunidad. Quede todo dicho, y entendido, que Cataluña forma parte del Camino de Santiago, y lo ha nutrido con su participación activa desde el Medievo.
Aclaración de Gronze: El siguiente párrafo se basa en cifras absolutas, mientras que el gráfico se basa en cifras relativas respecto al número de habitantes.
Pero si viajamos al presente y echamos un vistazo a las estadísticas de la Oficina de Peregrinación, constatamos una tendencia preocupante: entre 2005 y 2009, Cataluña era la 2ª comunidad que más peregrinos aportaba tras Madrid, circunstancia que se puede explicar por volumen de población, mayor proximidad a la realidad jacobea, nivel de renta o accesibilidad a puntos de partida (entonces el Camino aún era mayoritariamente de largo recorrido y desde el Pirineo); descontado el 2010, pues el año santo nunca refleja la evolución natural del peregrinaje, a partir de 2011 y hasta 2015 ya pasa al tercer puesto, superada por Andalucía, y desde 2016 al cuarto, superándola también la Comunidad Valenciana.
En cifras absolutas, el número de catalanes que reciben la Compostela se ha estancado, desde 2011, en torno a los 13.000-14.000 peregrinos, y en 2017 tan sólo supuso el 4,52% del total de peregrinos españoles, cifra muy alejada de su peso en el país, que como segunda comunidad más habitada, tras Andalucía, es del 16,08%.
¿Qué está pasando entonces? ¿Será que parte de los catalanes identifican el Camino de Santiago como algo rancio y/o español?¿Están desertando todos por igual, o solo las nuevas generaciones?¿Hacen el Camino los independentistas, o solo los unitarios? ¿Se percibe algún tipo de maltrato a los peregrinos catalanes en determinadas zonas por las que pasan los itinerarios jacobeos? ¿Se ha intensificado esta deriva con el Procés? Carecemos de datos y estudios para dar respuesta atinada a estas cuestiones, pero parece evidente una progresiva desafección de Cataluña, rompiendo así una tradición secular, hacia el peregrinaje compostelano.
Historia y sentimientos
Desde el punto de vista histórico no encontramos pistas que nos ayuden a entender el problema. La Cristiandad europea medieval fluyó por el Camino hacia el fin del mundo, y si bien es cierto que los peregrinos se agrupaban por naciones en caravanas para protegerse de lo desconocido, profesar una misma fe servía entonces como nexo común para superar las fronteras. Con la creación de los estados-nación, no varío gran cosa en la Edad Moderna, y todos seguían siendo acogidos en las instituciones hospitalarias, aunque se aumentó la prevención frente a espías y gallofos.
Es cierto que primero el estado liberal decimonónico, y más tarde la Dictadura franquista, intentaron patrimonializar los símbolos católicos en su provecho, que era el del nacionalismo español, pero también que el renacimiento jacobeo de los años 80, el de Valiña y la flecha amarilla, buscó con ahínco, desde las raíces medievales, recuperar la dimensión europeísta.
De este modo el Camino ha consolidado una ascendencia ya no europea sino global, convirtiéndose en un espacio para la reflexión, la convivencia y el intercambio de opiniones que, además, nos ayuda a relativizar los problemas, tanto los del ámbito personal como los colectivos.
En su nueva dimensión laica y a la vez espiritual, el Camino no es el escenario para manifestaciones patrióticas de ningún signo. Cierto que algunos viajeros, sean peregrinos o turistas, lucen sus escudos y banderas cada vez que salen de su tierra, sobre todo los de países pequeños pero orgullosos (Dinamarca, Irlanda), en los que la exaltación nacional es la norma (México, Colombia, Canadá) o de naciones sin estado (Escocia, Bretaña, Flandes).
No me meto a juzgar los sentimientos, pero lo que sí creo poder afirmar es que el Camino tiene algo de espacio lineal utópico, en el que todos nos sentimos miembros de la misma especie, y la vieira nos iguala. En marcha hacia una meta común, nos convertimos en metáfora de la humanidad en pos de su destino.
Como historiador tengo mi propia composición de lugar sobre el Procés, pero me la guardo. Para mí resulta obvio que los problemas complejos no se pueden acometer a través de simplificaciones. Sabemos que los políticos gustan de reducirlo todo a eslóganes: blanco o negro, víctimas y culpables, buenos y malos, ellos y nosotros, conmigo o contra mí, un maniqueísmo oportunista y empobrecedor que ignora los matices de la escala cromática. Se promueven la fidelidad, la movilización y la radicalización, y con ello se consigue que la convivencia pase a convertirse en un plató de tele-realidad, con un guión simplón escrito para merluzos.
La crisis ha metido el miedo en el cuerpo social, y en cierto modo hemos retrocedido a una visión anti-global salvífica, por más que el relato no tenga vuelta atrás, en el que el sentido de pertenencia y lo identitario nos aportan seguridad. El enemigo siempre está fuera, y amenaza al pueblo elegido.
Tres historias en la ruta
Portomarín, agosto, plaza de la iglesia, 17 h y a pleno sol. En el centro del ágora un peregrino aparece envuelto, utilizándola como capa, en la bandera estelada. Es evidente su deseo de actuar como hombre-anuncio. Allí permanece una hora, dos horas, inasequible al desaliento. Entiendo que tiene claro su objetivo. Lo miro desde una terraza, en el ajetreo de la tertulia peregrina. Comentamos su apuesta, un tanto aburrida, pero las misiones siempre exigen sacrificios a quien profesa fe ciega en la causa. Nadie se acerca a él, nadie lo molesta. Por un instante estoy tentado a sentarme a su lado y charlar. Le diría, por ejemplo, que el Camino de Santiago no es el mejor lugar para hacer proselitismo o reivindicar cosas, que aquí se viene a otra cosa, a pensar, a relacionarse con los demás. Acaso en el Nou Camp, o en las etapas pirenaicas de La Vuelta o el Tour, podría valer, por impacto mediático, agitar banderas, pero que en el Camino no deja de resultar algo excéntrico. Resumiendo, le espetaría aquel estribillo de la Movida, el “qué hace un chico como tú en un lugar como este”, pero al final decido pasar, para qué meterme en líos, pues a lo mejor me sale en plan predicador. A nadie incomodó su presencia (tolerancia), nadie le hizo caso (indiferencia), y allí siguió, prácticamente invisible, como si no existiese.
Llegando a Palas de Rei, agosto con calor que agota, sentado en un bar del Camino. Una mujer, en el improvisado parloteo que se genera en la ruta, comenta que está feliz en el Camino. Viene de Cataluña, y no niega que tuviese algunos prejuicios antes de llegar a Sarriá (esto es frecuente, rebautizar así a Sarria), pero comenta que se emocionó ya el primer día, cuando un grupo de peregrinos extremeños, con los que coincidió en su primer albergue, la acogió como una más del grupo, y compartió con ella las viandas que llevaban, las alegrías y las penas. Su rauda conclusión es que el Camino te abre los ojos, y que en España hay gente maravillosa, basta estar aquí para comprobarlo. Pequeño milagro de Santiago, por el que queda demostrado que no todos los de más allá de la raya tenemos rabo y cuernos.
Entre Salceda y Pedrouzo, ferragosto, trabo amistad con un tipo afable y culto, y seguimos caminando juntos un par de horas. Es de Barcelona, y pronto me cuenta vida y milagros, cuestiones personales. Al crecer la confianza, que en el Camino una hora es como un día de la vida real, le pregunto por la situación de Cataluña. Adelantando que se trata de una excepción, ya que se había jurado no hablar del tema mientras peregrina, para mi sorpresa confiesa que participó en la famosa manifestación de los Jordis, que se considera un independentista convencido, y que el gobierno de Madrid, entonces aún estaba Rajoy, es la auténtica fábrica de la deserción. Habla de manipulación, y yo le respondo que nadie tiene la exclusividad en ese campo, que es método común entre todos los que mandan manipular a los suyos con los medios a su disposición. Suavizamos posturas y nos despedimos como amigos, cada uno con sus ideas.
Tres reacciones diferentes frente a un problema común, todos en el Camino pero con maneras diversas de estar en el mundo.
No voy a concluir, como Unamuno, diciendo que “el nacionalismo se cura viajando”, porque quizá se le olvidó decir que “todos los nacionalismos”, incluido el hegemónico en su tiempo, pero sí que en el Camino, como viaje singular que es, y por encontrarnos física y mentalmente alejados del hormiguero, al menos estamos invitados a la reflexión, a liberarnos de cargas y a relativizarlo todo: en tal estado, los problemas parecen más fáciles de resolver.
Como dice el gran Maldonado, cantautor sevillano del fenómeno jacobeo por antonomasia, “en el Camino ya no importa el origen, solo el destino”, un destino no tanto colectivo como individual. Al final de estas coplas, con mucha ironía, apunta que tal vez lleguemos a comprender, algún día, las sonrisas de los profetas del Pórtico de la Gloria, acaso provocadas por nuestras cuitas.
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