Impresiones de un peregrino en el Camino del Norte post-Covid
Las seis de la mañana y todavía es de noche. Debo ser el primero en levantarse en el albergue Estación de Llanes. Mientras me afeito —hoy es mi última jornada de camino— hago un recuento de las sensaciones que he recogido en estos días por el Camino del Norte, tras recorrer su tronco central de Bilbao (Euskadi) a Ribadesella (Asturias). El objetivo era documentar y reescribir la guía Gronze en el tramo cántabro (pues hay que actualizar periódicamente recorridos, mapas y Loros), pero ha servido también para tomar el pulso de este camino tan importante justo cuando comienza a reabrir, tras el confinamiento de más de tres meses impuesto por la pandemia.
Este año la gente no se pone en camino a la brava; ahora más que nunca, la nueva situación post-covid exige informarse de qué albergues o alojamientos estarán abiertos o cerrados en las próximas jornadas. De hecho, éste es uno de los temas habituales de consulta: informarse, telefonear, reservar... A finales de junio hacer previsiones se me antojaba difícil y engorroso, pero todo se fue dulcificando a partir del 1 de julio con la apertura de muchos albergues privados, cuya oferta se limita al 50% de camas (más que suficiente cuando al principio sólo dormíamos uno o dos peregrinos), colocando a los usuarios en habitaciones diferentes, en especial si se trata de un grupo o de aquellos que caminan juntos.
Pasé dos días de junio por Bilbao y Portugalete sin ver ningún peregrino, salvo un caminante sin mochila que me adelantó a la altura del puente de Castrexana; era natural de Olite y había venido a hacer sólo una etapa, después volvía a casa en coche con su hijo. Mi particular «Doctor Livingston, I presume?» fue en las calles del centro de Castro Urdiales, donde conocí a Gonzalo, peregrino de Madrid que venía desde Irún realizando su decimoséptimo camino. Durante sus diez días de ruta todavía no había coincidido con ningún otro caminante y, a pesar de su experiencia, comenzaba a estar preocupado. Al vernos casi nos abrazamos, pero contuvimos nuestra emoción y nos dimos el codo, como impone la prudencia en el saludo.
«Ha sido toda una experiencia de soledad, muy extraña —me dice Gonzalo— pero estoy seguro que en unos meses volveremos a la normalidad también en el camino, salvo que se produzca un rebrote». El rebrote, palabra fatídica habitual en todas las conversaciones.
Además de peregrino curtido, Gonzalo es un pozo de sabiduría y hemos seguido caminando juntos varias jornadas. Él se había alojado en pensiones y hostales, que en su mayoría están abiertos; yo pasé dos noches en un hostel de Bilbao, al que volví en Metro tras la etapa de Portugalete.
En Santoña dormí en el albergue privado, un piso con una gran habitación toda para mí, mientras que en la otra sala descansaba Manuel, peregrino nacido en Venezuela pero que vive desde hace años en Madrid, quien retomaba aquí su camino; lo había abandonado en Laredo meses atrás, justo cuando se decretó el confinamiento. A pesar de su juventud, Manuel es un caminante experto y jovial: «Una de las cosas que me produce extrañeza es cuando pasamos por una ciudad o pueblo grande, donde todos van con mascarilla, y nos sentimos observados como si fuésemos los únicos turistas, cuando las calles y plazas están repletas de veraneantes vascos y madrileños».
Poco después aparecieron tres peregrinas noveles, de Vitoria, Zaragoza y Bilbao, que se habían conocido durante su Erasmus en Italia; dormían juntas en una tienda de campaña instalada en un prado a las afueras de un pueblecito. También llevaban tiendas un grupo de veinteañeros de Bilbao, que llenaron de alegría el albergue Izarra de Caborredondo, y donde a la hora de la cena comunitaria apareció un joven checo, el primer extranjero que vi durante mi ruta.
«Estamos a la expectativa —me indica Santi, el hospitalero de Caborredondo—, extremamos las medidas de seguridad pero la sensación es que no va a venir ni un 30% de los peregrinos de otros años. Nosotros seguimos siendo de donativo, con cama, cena y desayuno, es nuestra filosofía; pero parece que muchos albergues privados están aprovechando para aumentar o redondear sus precios». Como este año no hay competencia, todo vale.
Tampoco Ana abrirá este año su apartamento de alquiler en Comillas: «A menudo alojábamos a peregrinos que llegaban tarde y no encontraban lugar en los albergues. Este verano aprovecharé para renovar la cocina y pintar; aquí vive también mi madre y no quiero ponerla en riesgo».
Lo mismo opina Nieves, la simpática propietaria del albergue de Santa Cruz de Bezana, que es ya un hito en el camino, y que no abrirá este año: «Por una vez descansaremos, aquí vive toda mi familia y creo que es mejor aprovechar el momento para hacer un alto. Pero seguiré ayudando a los peregrinos que pasen por la puerta o me consulten».
En los últimos días he compartido marcha con Miquel, peregrino de un pueblo de Alacant, divertido y entrañable, quien ha venido en furgoneta (que va desplazando a medida que avanza, cada tres o cuatro jornadas). También lleva una tienda, por si acaso, si bien sólo la ha utilizado en algún camping. «Soy un alma libre, para mí el camino es libertad; trabajo en espectáculos de teatro en las calles, y este verano han anulado todos los bolos; estamos preparando actuaciones para el otoño, con distancia entre actores y público». Distancia, otra palabra habitual en los bares y restaurantes de cualquier localidad.
«Años atrás había peregrinado con mi hija adolescente —me explica Miquel— pero esta vez ella ha preferido quedarse, mientras que yo me he lanzado, lo llevo en la sangre».
En Comillas conocí a Nacho, economista e impulsor de una ONG en tierras africanas, quien ha venido a su primer camino como válvula de escape tras un duro confinamiento en Madrid, con su novia sin poder salir de Kenia. «Esto es precioso, pero mucho más duro de lo que imaginaba —me confiesa, con sus pies hechos polvo por culpa del asfalto cántabro—. Vine a darlo todo, desde la primera etapa, y ahora me doy cuenta que esto no es una carrera, sino una marcha de regularidad, una prueba de resistencia». Ah, la resistencia... A pesar de la canción machacona, es otro tema de conversación habitual en esta época post-covid.
Palabras que se repiten: Resistencia, Distancia, Mascarillas, Renovación, Extrañeza, evitar un posible Rebrote... El camino está abierto, puede realizarse sin grandes problemas (al menos en el tramo que he pisado estos días), aunque la sensación es diferente a la de otros años: menos peregrinos, menos albergues, ausencia hasta el momento de extranjeros (cosa insólita en este Camino del Norte, uno de los más frecuentados por peregrinos internacionales)... Pero la misma sensación de belleza y libertad.
En su albergue de Güemes el padre Ernesto Bustio, el personaje más paradigmático del camino del Norte, sigue ofreciendo su hospitalidad a la antigua. Esa noche nos sentamos en su mesa, durante la cena comunitaria, sólo cinco peregrinos, cuando lo habitual en julio sería entre 70 y 80. Su reflexión fue acerca de las dificultades que había sufrido su familia —el entrañable abuelo Peuto— a principios del siglo XX, pasando hambre y calamidades, o cuando él comenzó su labor en un pueblo minúsculo en lo alto de los Picos de Europa. «También aquellos fueron tiempos difíciles, y tiramos adelante —explica Ernesto, algo más mayor pero sin perder un ápice de su energía habitual—. Ahora toca hacer lo mismo, en el camino y en nuestras vidas. Saldremos de ésta y de aquí a unos años lo explicaremos a futuros peregrinos».
Son las 6.30 de la mañana y ya ha amanecido. Me cuelgo la mochila, salgo a caminar y me cruzo con algunos jóvenes que vuelven de fiesta por las calles de Llanes. Hoy no encontraré ningún peregrino hasta Ribadesella. El paisaje es magnífico. Me alegro de haber venido.
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