«Los caracoles también llegan a Santiago», un libro de Mario Clavell
«Quien emprende el camino con nobleza de ánimo y corazón receptivo descubrirá algún tesoro para su vida» (p. 55)
Mario Clavell Blanch (Barcelona, 1941), catalán de pro y gallego de adopción —reside desde 1986 en Compostela—, es un viejo y querido amigo, veterano y fiel combatiente de la causa jacobea, y como tal uno de los cinco fundadores de la asociación, todavía en los «tiempos apostólicos» en los que profetizaba Valiña, de Amigos del Camino de Santiago de la provincia de A Coruña. Años después se incorporó a la Asociación Galega de Amigos do Camiño de Santiago, y también a la Fraternidad Internacional del Camino de Santiago. Catedrático de Lengua y Literatura en el Instituto Xelmírez-II, ha sido durante años mantenedor de la crónica viva del peregrinaje en su llegada a la ciudad, tanto a través de sus colaboraciones en El Correo Gallego, periódico local, como en otras revistas jacobeas como Peregrino o Camino de Santiago, Revista Peregrina, de cuya redacción formó parte. Además, siempre se ha mostrado solícito para ayudar en lo que pueda a los peregrinos que llegan a la meta.
Ahora jubilado, con más tiempo libre, por fin se ha decidido a deleitarnos con un libro de bolsillo y edición austera, ¿espíritu peregrino?, en el que plasma de una forma original sus recuerdos en el Camino Francés.
A medida que vamos avanzando en la popularización del Camino, que se corresponde con la mayor fiebre editorial de temática jacobea de la historia, atrás va quedando el clásico formato del diario lineal (espacial y cronológicamente), tantas veces lleno de lugares comunes y por ende monótono, para dar paso a fórmulas literarias más elaboradas, en las que sin perder el hilo de lo que es una peregrinación, con su inicio y su meta o metas, se desarrolla a través de saltos temporales, inserción de reflexiones (en el Camino “los temas de reflexión se acumulan y vienen solos”, p. 60), evocaciones biográficas, documentos y textos diversos (párrafos de novelas, poemas, canciones, lápidas,…), diálogos, etc.
Mario utiliza estos y otros recursos para quebrar la rutina, y de este modo las etapas se desvanecen y el relato se estructura en base de los recuerdos de dos peregrinaciones, en 1999 y 2004, ambos años santos, cotejados con apuntes posteriores. Peregrinaciones en grupo o solitario que, además, fueron realizadas en pequeños tramos —alguno sólo duró lo que un puente, tres días—. Este es el sentido del caracol, que se detiene cuando deja de llover, y no, como podría sugerirnos, el de la lentitud en términos de velocidad de marcha.
El ensamblaje de este amplio abanico de recuerdos, que sin embargo se van jerarquizando en función de las lecciones aportadas por la experiencia, por momentos se realiza un tanto a salto de mata, de forma aparentemente caprichosa y hasta repetitiva, con lagunas inexplicables como el prodigioso tránsito de O Cebreiro a la catedral en tres días (p. 104) o líos como el de los albergues municipales de Castrojeriz (p. 129).
A la reflexión sucede, inexorablemente y ya en confidencialidad con el lector, la confesión, e incluso la autocrítica, tiznada de ese regusto irónico que aporta el paso del tiempo, que permite relativizarlo casi todo.
El texto aparece colmado de pequeñas perlas entre el universo de los tópicos, que mediatizan a todo peregrino, y las querencias o aversiones propias de cada individuo.
Entre las primeras ahí están la novatada de una mochila sobrecargada en Roncesvalles, insospechadas revelaciones sobre un sistema gatuno de higiene, la metódica descripción del paisaje con especial predilección por el agrario a través del tránsito estacional y de los amplios horizontes de Castilla en la estela de la Generación del 98 («El paisaje es tan elemental que sólo las nubes proporcionan materia lírica al caminante», p. 28), una dimensión ecológica con ribetes franciscanos de Las Florecillas, la concepción del itinerario como «una enciclopedia oral» (p. 166), y a la vez magna oportunidad para curarnos de la xenofobia («El Camino propicia la hermandad internacional y la euforia», p. 61), la visión de los albergues cuarteleros o, por momentos, como un vagón camino de Auschwitz (aquí creemos que te has pasado, amigo Mario), la acidez de estómago provocada por los menús del peregrino con sus vinos aterradores, la superficialidad de quienes solo parecen hacer la ruta para el postureo del photo call, o cosas más simples, pero reconocibles, como la universalidad del jabón Lagarto como infalible gestor de coladas.
Sobre las manías persecutorias del autor, encontramos la contradicción de una ruta sagrada con los templos cerrados (realidad que favorece la expansión de una concepción laicista, con excepciones salvíficas como Furelos o Boente), el planteamiento siempre piadoso y canónico católico con sus misas y vidas de santos (por ejemplo en Hornillos), el recurrente símil de peregrinos y refugiados (salvando, evidentemente, las distancias) o esa frecuente transcripción de textos, más o menos filosóficos o jugosos, extraídos de una paciente lectura de los libros de peregrinos e, incluso, de los grafiti presentes en muros y piedras.
Aprovecha también la ocasión para lanzar algunos dardos, es cierto que sin veneno, certeramente dirigidos contra obras y actuaciones que, considera, han propiciado una lectura distorsionada del Camino: el primero para Paulo Coelho (Diario de un mago), «prosa melosa… filosofía banal… ficción trapacera»; el segundo para el igualmente vacuo relato de Shirley MacLaine (El Camino. Un viaje espiritual); y un tercero para la Compostela «todo a 100» (aunque quien ya no la recoge es porque tiene una enmarcada en casa) y la proliferación de supuestos caminos (¡incluso desde la Antártida!), muchos de ellos inventados.
En el plato opuesto de la balanza se sitúan amigos y maestros, entre ellos el brasileño Sergio Reis (O Caminho de Santiago), Werner Osterwalder, Jacques Camusat, el encendido elogio a hospitaleros que se han entregado en cuerpo y alma al Camino, como María Toba de Azofra, y el debido reconocimiento perpetuo a Elías Valiña.
Una de las grandes y meticulosas aportaciones de Mario es el registro de una interminable galería de peregrinos con su completa filiación, hijos de ese galimatías babélico del Camino actual. Los personajes aparecen fugazmente como lo hacían en el café de La Colmena (con su trasunto en el mentidero de Casa Manolo), entrando y saliendo de escena con sus alegrías y penas, grandezas y miserias; todo parece ser efímero en un relato que se entrecorta con idas y venidas, sin tiempo para deleitarse en compañías o cimentar grupos. El arsenal de datos y confidencias tiende, por momentos, al cotilleo; hablar de la vida de los otros puede ser una solución, también, para no extenderse con la propia.
Sobre el presente y futuro inmediato del Camino, aún reconociéndose hijo de la sociedad de consumo, nos deja algunas sentencias, tal aquella de estimar que la hospitalidad tradicional y el voluntariado «preservan al Camino de su degradación turística y metalizadora» (p. 34), evitando su rápida transformación en un GR («el Camino se convierte en el turismo cultural o de naturaleza, propio de la Europa sin alma…», p. 226).
Nos complace sobremanera el juego de roles entre peregrinos y automovilistas: los segundos a menudo compadecen a los peregrinos, pero éstos también a los que van en coche, porque «desconocen nuestra felicidad» (p. 70). Su lema es clarificador: «Caminamos porque queremos» (p. 91), nadie nos ha obligado. Y la felicidad se manifiesta en la meta, que si bien no se acerca a la mística de la Jerusalén celeste, al menos nos revela un ambiente «de personas que han perdido peso y amargura, y muestran una hermosura nueva y limpia» (p. 214).
Un libro, por lo tanto, con el rico poso de un veterano, a la vez ameno y recomendable para un otoño-invierno en el que todos ansiamos la primavera peregrina en libertad de movimiento, y a la vez un nuevo eslabón, reivindicando la obra de Barret/Gurgand, para reforzar la universalidad y permanencia del Camino Francés, esa gran escuela en la que tantos hemos sido mejor o peor educados.
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