La cada vez más difícil gestión de los albergues municipales de peregrinos
Sabemos que una parte importante de la oferta de alojamiento para peregrinos depende de los ayuntamientos. Su presencia es fundamental en los itinerarios de poco tránsito, aquellos en los que la iniciativa privada todavía no tiene un peso significativo como consecuencia de la baja rentabilidad.
Sin embargo este tipo de albergues, que siempre son aplaudidos por los colectivos jacobeos y los peregrinos en el momento de su apertura, no siempre acaban cumpliendo el cometido para el que fueron creados, algo que sucede por varias circunstancias, algunas de ellas asociadas a la gestión.
Un modo fácil, en algunos casos vinculado a compromisos no confesados o a dinámicas clientelares, es el de sacar a concurso público la gestión. Los particulares o empresas interesados presentan su oferta, y la corporación decide a quién se le concede. En este caso el albergue público, en cierto modo, pasa a convertirse en un albergue privado más, hecha la salvedad de los requisitos que el municipio haya impuesto a la parte contratante, que obviamente lo que pretende es obtener un beneficio.
Otra fórmula es la de la gestión directa, con personal del ayuntamiento, que salvo en casos muy concretos, por ejemplo asociando el albergue a otro servicio ya existente (una oficina de turismo, un centro cultural, un museo…), en el que exista personal competente e implicado, no suele dar buenos resultados. De hecho, ya ha habido varios casos en los que se ha tenido que dar marcha atrás en la apuesta, buscando gestores que tengan una implicación más próxima con las necesidades reales de los peregrinos.
Precisamente uno de esos modos, el más socorrido, es el de solicitar la colaboración de algún colectivo jacobeo que trabaje con hospitaleros voluntarios. El municipio se quita el problema de encima, asume solo los gastos estructurales del edificio, el mantenimiento y tal vez los consumos y/o la limpieza, y a cambio gana en buena imagen y valoración por parte de los peregrinos, y dado que los políticos están muy atentos a todo lo que tenga que ver con la reputación, salen ganando al contar con personas conocedoras del Camino y entusiastas.
Esta fórmula, generalizada en todos los caminos, suele ser la más satisfactoria para quien detenta la propiedad, presta el servicio y lo recibe, un tutti contenti de libro, pero no está exenta de problemas. Y uno de ellos, al que alude nuestro amigo José Antonio Ortega, buen conocedor de los caminos mozárabes y de la Vía de la Plata, es el que queremos tratar hoy. En realidad se trata de una paradoja, tal es la de que un albergue de peregrinos se quede, precisamente, sin peregrinos.
El turismo y el consumo
José Antonio Ortega, conocedor de las quejas de algunos peregrinos, está divulgando por las redes esta problemática creciente, que se visibiliza con intensidad en algunas rutas. Es evidente que muchos de los que llegan a estos albergues municipales, y sobre todo a los emplazados en ciudades con tirón turístico o de ocio durante los períodos vacacionales (sobre todo en verano, Semana Santa y puentes), lo que buscan es un lugar céntrico a un precio irrisorio o, incluso, voluntario (el donativo).
Es así como en los albergues se genera una difícil convivencia entre usuarios con objetivos diversos y hasta contrapuestos: desde el peregrino, que llega cansado, se acuesta temprano y madruga, pasando por los turigrinos, con horarios más relajados y mayor dedicación a disfrutar del patrimonio y el ocio, hasta los mochileros urbanos y, casos ha habido, sumando también a grupos de amigos que van de fiesta a un destino.
Suele suceder que los albergues que abren por la mañana, en estas épocas de gran demanda están completos en poco tiempo, antes de que pueda llegar peregrino alguno, y los que abren por la tarde, entre las 14 y 16 h, es habitual que tengan colas ante la puerta.
La consecuencia es que el personaje al que en un principio estaba destinado este alojamiento especializado es quien tiene más dificultades para ocupar una plaza, viéndose forzado a dedicar tiempo, y gastar más dinero del previsto, para encontrar un hospedaje alternativo. De ser algo ocasional no habría mayor problema, gajes del oficio, pero cuando se convierte en norma acaba quebrantando la fortaleza mental del peregrino, indignado ante tamaña injusticia, y también horadando su bolsillo al multiplicar por 3 o 4 el gasto diario, sobre todo si su Camino es de larga distancia.
Todo lo expresado obedece a una consigna no escrita, pero que determina la praxis de muchos albergues: desde los ayuntamientos se anima a los hospitaleros para que acepten a los que lleguen por orden y sin remilgos. Lo que importa, en el fondo, es llenar lo antes posible, que la gente se instale en el albergue y salga pronto de él a pasear por la ciudad y, sobre todo, a consumir, ya que hay que dinamizar el comercio y la hostelería local.
Cierto que el problema se podría solventar a base de grandes madrugones, una receta que años atrás, estimulada por prescriptores insensatos, transformó algunos itinerarios en una carrera de mineros antes de que amanezca, de pollos sin cabeza una vez que el sol hace acto de presencia, y en una absurda espera y pérdida de tiempo, a veces de varias horas, a la puerta de los albergues, todo ello para ahorrar entre 2 y 5 € que, a buen seguro, se gastarán ipso facto en el bar. Tonto no el último, sino el primero.
Convertir el peregrinaje en una competición de pícaros asalta-camas baratas ha sido una de las más grandes catástrofes de los últimos tiempos, acaso la mayor perversión del peregrinaje, que nos retrotrae a tiempos de hambre y miseria en los cuales, al menos, existía una justificación de peso: correr a la puerta de los conventos para conseguir la sopa boba, y a la de los hospitales para no tener que dormir al raso.
Además de castigar al verdadero peregrino, el errado proceder de algunos municipios tiene otro efecto indeseable: quemar a los hospitaleros voluntarios, que cada vez se mostrarán más reacios a trabajar en albergues que se llenen de turigrinos, como mal menor, y de viajeros de bajo coste o turistas aprovechados, que ni entienden ni necesitan esta asistencia.
Las posibles soluciones
No parece que haya que devanarse en demasía los sesos para encontrar una fácil salida al problema, aunque lo más sensato sería, de partida, examinar cuál fue el objetivo fundacional del albergue, y si se está cumpliendo. Para ello proponemos las siguientes soluciones:
1. Exigir en todo momento la credencial, primer filtro. Se puede conseguir una credencial sin mayor esfuerzo, cierto, todos lo sabemos, y los pícaros también lo saben, pero al menos que se molesten en buscarla, adquirirla, rellenarla y llevarla siempre consigo. Parece algo obvio, pero en algunos de estos albergues de peregrinos ni siquiera se solicita la credencial.
2. Exigir, asimismo, un mínimo de kilómetros recorridos por etapa. Por supuesto teniendo en cuenta las vicisitudes de cada Camino y cualquier otra circunstancia relativa a la edad, salud, percances, etc. Esto ya se practica en algún albergue, por ejemplo en la provincia de Gipuzkoa, en el Camino Norte, y también en la Vía Francígena (Italia).
3. Aceptar las reservas, con las anteriores premisas, pero solo efectuadas uno o como mucho dos días antes de la llegada. No podemos pensar que hacer reservas en el Camino sea algo negativo en sí mismo: en itinerarios con pocas plazas o escaso flujo de peregrinos, como los de Francia o Italia, ya es algo habitual, y con el Covid todos nos hemos acostumbrado a funcionar con reservas, no es ningún drama. El mayor problema es el bombardeo de llamadas que pueden sufrir los hospitaleros, y la falta de seriedad de los que reservan y luego no se presentan, por lo que habría que garantizarlas hasta cierta hora, avisando si se va a llegar más tarde.
4. En el caso de que las reservas no quieran ser puestas en práctica, al menos habría que destinar un número determinado de camas, hasta cierta hora de la tarde, para los peregrinos que hagan la etapa habitual hasta ese albergue, conociendo de antemano las horas aproximadas de llegada.
5. Por último, creemos que ya es llegada la hora, para evitar que el Camino acabe convirtiéndose en una romería con el estímulo de la red pública de albergues (aquí la Xunta de Galicia tiene una gran responsabilidad), en que primemos de algún modo a los peregrinos de largo recorrido, aquellos que completan itinerarios de al menos 500 km, aunque cada quien puede marcar una distancia, también en relación a la posición del albergue, es lógico. Poner en práctica esta discriminación positiva se nos antoja urgente en las etapas más próximas a Compostela.
De no tomar alguna de las anteriores medidas, u otras similares, cada vez habrá menos hospitaleros dispuestos a prestarse al juego de determinados albergues y ayuntamientos, por mucho que una asociación siga interesada en gestionarlos (en ocasiones solo para ingresar su alícuota parte). Asimismo, los peregrinos acabarán desertando de esas rutas turistizadas en las que son relegados y, por lo tanto, maltratados. Y el día en que los turistas suplanten a los peregrinos, se acabó el Camino de Santiago y ya nos podemos dedicar a otra cosa.
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