Relatos, humor y crítica en «Camino de Vuelta»
“El Camino no se anda, chaval, se vive y hay que vivirlo intensamente”, sentenció un viejo peregrino (pág. 59).
Decía Bartolomeo Fontana en el prólogo de su Itinerario o Vero Viaggio, que hizo su Camino desde Venecia entre 1538 y 1539, aquello de que “quien camina cuenta, y quien no camina escucha”, y es bien cierto que la conseja nos puede valer para presentar a otro peregrino impenitente, José Antonio de la Riera, que como Neruda ha vivido con intensidad el Camino desde dentro y fuera, y como el replicante de Blade Runner —sirva como homenaje al actor Rutger Hauer, fallecido este año—, ha visto cosas “que vosotros no creeríais”.
Dado que acaba de comenzar el invierno, precedido de un rosario de temporales cien por cien galaicos que nos ponen los pelos de punta a quienes pensamos en los pobres peregrinos que estos días, contra los elementos, persisten en su marcha hacia el Finis terrae, vamos a iniciar nuestra aproximación al último libro de José Antonio, titulado Camino de Vuelta, precisamente por el relato XIII, así numerado como los milagros del Calixtino, titulado “El Camino en Invierno”, que es el más largo de los treinta y cuatro que componen la obra.
Como un cuento de Navidad, pero al modo de Charles Dickens, Hans Christian Andersen o Theodor Seuss (cuento sí, pero para niños que deben convertirse en adultos), nada que ver con la bobaliconería pueril trufada de almizcle que triunfa en la farsa comercial del presente, de la Riera nos introduce de lleno en un diciembre nevado, en el que un peregrino solitario y tozudo avanza con suma dificultad atravesando La Rioja y Burgos, viento huracanado, frío aterrador, pueblos silentes y casas cerradas a cal y canto, y acaso por ello la magia que edulcora la experiencia primaveral y veraniega se torna ahora en algo sombrío, misterioso, inquietante, aciago, porque los espíritus no padecen congelación y semejan estar más vivos que nunca cuando el termómetro baja de los 0º Celsius. Entonces el miedo se mete sin escapatoria en el cuerpo, y la relación se va aproximando a lo que escribieron Edgar Allan Poe o Gustavo Adolfo Becker, hacia un lugar donde lo real y lo imaginario se entremezclan, y el pánico solo es conjurado con el vino de las tabernas y, desde luego, merced a una buena dosis de retranca existencial. Este sentido del humor es el salvoconducto infalible para librar de todo mal, más que escapularios y jaculatorias, a cualquier gallego, aunque como en el caso sea de adopción, perdido por el mundo o en una noche oscura.
La risa y la ironía, frente a lo que pensaba Jorge de Burgos, son los salvavidas con que el Creador nos ha dotado para sobrellevar la expulsión del Paraíso. José Antonio lo sabe perfectamente y con su recurso, en grandes y desternillantes dosis, ejerce como componedor de huesos dislocados.
Pocas veces podremos encontrar, condensado en 236 páginas, un licor mejor destilado. Los personajes entrañables del Camino (de Walter Starkie a Zapatones) y una variopinta corte de peregrinos, se entremezclan en una retahíla de peripecias y aventuras por los diferentes itinerarios jacobeos que recorren la Península Ibérica. Los paisajes envueltos por la niebla se contraponen al calor de las tabernas perdidas, el trabajo de hospitaleros heroicos a la estulticia de una administración que no vela por proteger como es debido el Camino, los mitos cotidianos —véase el de Casa Manolo— a los grandes milagros de ayer, monstruos y licántropos (aquí están, salvando distancias y elegancia en el estilo, el Vákner o Romasanta) a las beatas de rosario y comunión, el bueno de Don Gaiferos a quienes hoy con poder y mando vetarían, a buen seguro, su enterramiento en la catedral, y los grandes maestros que ya forman parte de la historia reciente del Camino (Elías Valiña, Barret y Gurgand) a quienes aún caminamos hacia la santidad o hacia nuestra perdición.
Historias de aprendizaje permanente, con los valores del Camino siempre presentes (libertad, humildad, esfuerzo, austeridad, solidaridad), en un ambiente ultra competitivo en que son vilipendiados como antiguallas. Vademécum para jóvenes inexpertos y para tanto despistado que ha llegado a la ruta convocado por la trompetería publicitaria del consumo rápido. Todas las guías sin excepción, sean escritas en papel, virtuales o en papiro alejandrino, a la pira por facilitar en demasía la empresa y ser enemigas de la aventura. Como consuelo y puerto seguro de recalada la odepórica, que pese a sus dislates y prejuicios de parte y nación nunca defrauda. Y emulando a Samaniego o Lafontaine, pero sin tanta fabulación, animales protagonistas, que el Camino ha sido y es epopeya fraguada por muchos racionales, pero también por una inmensa tropa de irracionales de todo género y condición, chinches incluidas en el pasaje.
En ocasiones José Antonio, siempre acompañado de su gaita, se transmuta en el mismísimo Nicola Albani, con la certidumbre de que a golpe de bordón, o de roncón de duro boj, podrá espantar a cualquier chupatintas o bandolero, como aquel infortunado fantoche sable en mano de la Sierra de Labruja.
Pese a que el desencanto sobrevuele la cabeza del autor en algún instante, la esperanza se abre paso hacia el futuro mientras quede un solo PEREGRINO, por supuesto con mayúsculas, hoyando las viejas trochas milenarias.
Algunos “cuentos” ya resultarán familiares a quienes sigan a de la Riera en las redes sociales, pues han tenido una larga trayectoria en internet antes de formar parte de esta antología: ahí están el de la Taberna de Pepe el Lacónico, apodo que lo convierte en monarca de un pequeño e ignoto reino, el del mono empalmado redivivo como Pichorino de Frómista, peripecia rayana en el surrealismo, o ese Camino Primitivo de neandertales por las montañas de Asturias.
De la épica y los juglares, con el magisterio de Valle Inclán, Cunqueiro (protagonista de otro relato) o Cela, el Jose Antonio mágico no elude pisar la arena como Ben Hur, y la crítica feroz, a lo Moratín o Pérez Reverte, fluye cuando el caso lo requiere, a medias movido por un idealismo quijotesco, a medias por un raciocinio ilustrado que en el plano simbólico conlleva, desde un Camino de Vuelta como Robespierre en el de ida, hacer rodar cabezas.
Transitando por unas vías donde el bien no siempre triunfa, cada relato propugna valores a partir de exempla —en el mejor sentido de la palabra—, levantando acta de lo que se ha visto y oído en este particular teatro del mundo. Todo queda dicho y escrito, causas ganadas como la dignidad de Mohamed intentando vender alfombras por el Camino bajo la canícula, o por el momento perdidas como el sentido tradicional de la peregrinación:
“No, la peregrinación a Santiago no la certifica ningún papel, ninguna Compostela, ni siquiera una credencial hace a nadie peregrino; gritad NO” (pág. 41).
Nada mejor, desde luego, para disfrutar a tope esta Navidad, un Camino de Vuelta que ya se ha convertido en un clásico al poco de haber nacido.
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