Si esto es el Aubrac, hoy comemos aligot
El Camino de Le Puy cruza de un extremo a otro la bellísima región natural del Aubrac, un enorme altiplano en el sudoeste del macizo central francés. Es un territorio extenso y poco poblado, salpicado de pequeños pueblos, y muy frecuentado por turistas y excursionistas, mucho más que por peregrinos. Como curiosidad, recuerdo que allí, en medio de una extensa llanura, había un gran cartel publicitario que decía algo así como: “¿Irlanda? Ven al Aubrac y disfruta de sus paisajes”. Lo de Irlanda venía a cuento por el supuesto parecido del paisaje, pero lo más fascinante era que el cartel animando al lector a visitar el Aubrac estaba en pleno Aubrac. Me reafirmó, una vez más, en que las cosas del marketing superan ampliamente la capacidad de mi intelecto.
El Aubrac tiene una (y sólo una, os lo puedo asegurar) especialidad gastronómica: el aligot. Famoso donde los haya, se trata de un simple puré espeso de patata y queso, que se estira como una goma. Justamente, y a causa de sus componentes, tiene un sabor mezcla de patata y queso. No tiene misterio alguno, simple como un libro de Teo, pero lo que sí tiene es un éxito descomunal entre los visitantes del Aubrac. Es la especialidad culinaria de todas la gîtes d’ètape y restaurantes de aquellos lares. Se ve, por lo que me contaron, que era la comida (barata y energética) que se daba a los peregrinos en el medievo. Y se ve (eso no me lo contaron, eso lo vi yo) que es la comida que siguen dando a los peregrinos en el siglo XXI.
La cosa, al principio, hasta tiene su gracia. Ya no tiene tanta gracia cuando uno se da cuenta (y se da cuenta pronto) que no es lo mismo hacer un poco de turisteo o una excursión por el Aubrac, haciendo una sola noche en una gîte de la región, que cruzar todo el macizo entero a pie y hacer noche, no en una, no, sino en tres gîtes.
En la primera gîte del Aubrac que dormimos mi amigo italiano Luigi y yo, todavía superamos con una cierta dignidad la prueba del aligot. No lo voy a negar, es comestible, con una textura un poco extraña, pero comestible al fin y al cabo. Y sabe, como ya he dicho, medio a patata medio a queso. Esa primera noche en el Aubrac observé estupefacto el entusiasmo que despertaba el aligot entre los urbanitas franceses, con impetuosos aplausos dedicados al cocinero al final de la cena. Luigi y yo también aplaudimos.
Fue al día siguiente, cuando finalizada una dura etapa llegamos a la gîte, que empecé a tomar verdadera conciencia de la magnitud de la cuestión, o sea, de qué iba la cosa: o comía aligot aunque me saliera por las orejas o me iba a la cama con un hambre de mil demonios. Seríamos unos treinta alrededor de la mesa, veintiocho franceses, Luigi y yo. Ellos un poco más alegres y locuaces que nosotros. No hubo sorpresas, y de primer plato, tal como estaba anunciado, nos pusieron aligot. Todo el mundo, menos yo, que hice lo que buenamente pude, se lo comió. Luego llegó el cocinero y su mujer con una gran cazuela, y anunciaron satisfechos y casi gritando que había más, más de los mismo. No me lo podía creer. Luigi tampoco, pero disimulaba. Hubo alborozo, aplausos y algún comentario sobre que al “espagnolo” no le gusta el aligot. Ante la sorpresa del cocinero, rechacé, con toda la amabilidad de la que fui capaz en aquel momento, la segunda ración. Los franceses no entendían que no quisiera más de semejante exquisitez, y yo no entendía qué hacía en un albergue en medio del Aubrac. El único “espagnolo” que aquella noche comía el maldito aligot, el único “espagnolo” en doscientos kilómetros a la redonda.
Al día siguiente, Luigi y yo seguimos andando por el maravilloso Aubrac. Ya habíamos cruzado la mitad del macizo, y había algo en mi interior que me empujaba a avanzar rápido. Pasamos algunos pueblos cuyos restaurantes anunciaban el aligot como plato estrella, y eso hacía mucha gracia a Luigi. El lector de este relato, llegado al sexto y último párrafo, ya habrá adivinado qué comimos en nuestra tercera noche en el Aubrac, y por lo tanto me ahorraré detalles innecesarios. No hubo milagro, recuerdo la pizarra junto a la puerta del albergue, la palabra “aligot” escrita con tiza, mis palabras “no puede ser verdad” repetidas en voz baja, Luigi mirándome y riéndose, sentado sobre una piedra, con su sombrero de cowboy. Al día siguiente ya alcanzamos el precioso pueblo de Saint Côme d’Olt, con su curioso techo retorcido del campanario, a las orillas del río Lot, lo que nos situó definitivamente fuera de los dominios del Aubrac y de su insufrible aligot.
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