Camino Francés: Gaudí en Astorga y en León
Queremos acercarnos una vez más al gran maestro del modernismo catalán, Antoni Gaudí i Cornet (1852-1926), por cierto en proceso de beatificación desde 1992 y del que el papa Benedicto XVI, al consagrar el templo de la Sagrada Familia, expresó que «superó la escisión actual entre la conciencia humana y la conciencia cristiana, entre la existencia en este mundo temporal y la apertura a una vida eterna, entre la belleza de las cosas y Dios como la Belleza. Esto no lo hizo con palabras sino con piedras, trazos, planos y cimientos».
A nadie escapa la genialidad de este arquitecto de Reus, cuya obra se localiza mayoritariamente en Cataluña, y ahí están como cumbre de su creación el Palacio Güell (1888), la Casa Batlló (1906), la Casa Milá (1910), el Parque Güell (1914) y, por supuesto, la Sagrada Familia, que es la manifestación más depurada de su proyección mística y espiritual. Sin embargo, hay algunas excepciones desubicadas, y entre ellas tres se encuentran en los Caminos de Santiago: dos en el Camino Francés, en León y Astorga; una en el Camino Norte, el Capricho de Comillas.
Hoy nos vamos a aproximar a sus dos obras leonesas, que no son otras que la Casa Botines de León y el Palacio Episcopal de Astorga, ambas impregnadas de un inequívoco historicismo neomedieval que poco tiene que ver con el modernismo, cierto que con un estilo muy personal, que asumiría a posteriori.
Un palacio, gafado, en Astorga
¿Y por qué en León? ¿Acaso la burguesía leonesa estaba en la vanguardia creativa de la España finisecular? Pues va a ser que no. Más bien todo tiene que ver con las casualidades de la vida, y es que a Joan Baptista Grau i Vallespinós, también de Reus y amigo de Gaudí, que en aquel tiempo era canónigo y vicario en la catedral de Tarragona, le tocó en suerte ser preconizado para la silla episcopal asturicense por el papa León XIII (1886).
Parece que Astorga tenía querencia por los obispos catalanes, y además de alto nivel intelectual, pues entre 1834 y 1847 también había ocupado el cargo Félix Torres Amat, un prelado significado por su liberalismo.
Y ahora llega la segunda casualidad, o será cosa del destino, y es que el obispo Grau tuvo mala suerte al tomar posesión (o quizá ahí estaba la llave de la fortuna), pues dos meses después de llegar a la ciudad, en diciembre de 1886, el viejo palacio episcopal fue devorado por un incendio.
En aquel entonces las cosas no eran como ahora, y aunque los obispos ya no eran señores feudales, ni príncipes del Renacimiento o del Barroco, intentaban a toda costa, dentro de sus menguadas posibilidades, mantener el prestigio del cargo. En pocas palabras, que un obispo sin palacio no era nadie, y lo de vivir en el Seminario…, para una temporada y no más.
Hubo, pues, que ponerse en faena, y tras ser desechado el proyecto presentado por el maestro de obras de la catedral, se acuerda de su paisano Gaudí. Este no entró con buen pie, porque su primer diseño fue censurado por la Academia. Es entonces cuando se desplazó a Astorga para conocer el solar y adaptarlo al entorno, inmediato a la catedral y encima de la muralla romana. Los segundos planos, no sin reparos, son aprobados, y en 1889 dan comienzo las obras, que se desarrollan con bastante rapidez hasta 1892, año en que ya estaban finalizados el sótano, la planta baja y la primera o noble.
Sin embargo otra vez la fortuna, ahora con las Parcas trabajando, actúa, y el pobre obispo Grau, que había padecido un accidente cuando realizaba la visita pastoral por tierras de Zamora, a causa de una gangrena fallece en Tábara, Vía de la Plata, en 1893. Esto implica que no solo el mitrado se quedó para siempre sin ver acabado ni poder utilizar su palacio terrenal, sino que Gaudí, que se acercó para despedir a su compatriota diseñándole el catafalco mortuorio y la lápida de su sepulcro, cayó en desgracia con el cabildo y la Junta de Obras Diocesanas, recelosas de los excesos palaciegos del finado. Ese mismo año Gaudí presenta su dimisión, y muy enojado con aquella gente sin luces ni visión de futuro, e igualmente con la prensa y la sociedad leonesa, muy crítica con lo que se obraba en Astorga, los mandó a todos a paseo sentenciando, a modo de maldición, que el edificio nunca sería concluido.
El nuevo obispo, Julián de Diego y García Alcolea, que por cierto acabaría siendo arzobispo de Santiago, hace todo lo posible para que Gaudí vuelva, pero el reusense ya estaba absolutamente centrado en la concepción de la Sagrada Familia, y además no guardaba un buen recuerdo de Astorga. Entonces se decide que el arquitecto diocesano de León, Ricardo García Guereta, dé remate al palacio. Se buscaron los planos de Gaudí, pero como no aparecían por ningún sitio hubo que improvisar, y el bueno de Guereta hace lo que puede, que dada su formación es bastante, ya que el resultado no desmerece, y se ensambla bien con los cuerpos inferiores.
Ahora la crónica vuelve a liarse, porque justo cuando por fin se termina el palacio, en 1913, resulta que tenemos nuevo obispo en Astorga. Se trata del extremeño Antonio Senso Lázaro, que como había sido varios años rector del Seminario de Madrid parece que le había cogido gusto a residir en un Seminario, y se desentiende de aquel suntuoso palacio para instalarse en un ambiente más sobrio.
Así pues, tenemos un palacio episcopal que no se utiliza como tal, y una vez más en esta historia interviene el destino para enderezar los caminos de los humanos, nada menos que con otro obispo catalán en la silla, José Castelltort, que en 1956 se propone habilitar aquel edificio que había construido su compatriota.
La maldición del palacio, de Gaudí, del Camino, del Cocido Maragato o de lo que sea, vuelve a actuar y el obispo fallece de repente en 1960. Pero ahora sin graves consecuencias, dado que el sucesor, Marcelo González Martín, sin que hubiese residido obispo alguno en la casa, decide destinarla a museo diocesano, el Museo de los Caminos que en la actualidad conocemos.
Para pintar un doble final feliz y de reconciliación, hemos de añadir que en 1989, al cumplirse el centenario del inicio de las obras, Astorga y Reus decidieron hermanarse en un postrero homenaje a Gaudí.
Palacio Episcopal de Astorga: visita obligada para iniciados y profanos
Conocer con calma el interior del palacio, valorando tanto el contenedor —incluso más— como las piezas del museo, es una experiencia reservada a cada peregrino. Apuntamos que la arquitectura es delicada y está repleta de detalles: la sabia orientación de las dependencias, la fragilidad de los soportes, el decorativismo de las piezas cerámicas de los alfares de Jiménez de Jamuz, los diferentes tipos de bóvedas y sus soportes, los vitrales, el mobiliario, etc.
En un rápido repaso de abajo hacia arriba, comenzamos por el sótano, que estuvo concebido para albergar el Archivo Diocesano, un depósito epigráfico y una bodega. Sus bóvedas reflejan el sobrio espíritu cisterciense, y son de ladrillo macizo visto sostenido por pilares macizos con capiteles sin decorar. Un foso, al modo de los castillos medievales, permite iluminar naturalmente el espacio.
La planta baja, destinada a Secretaría, Provisorato y otros servicios de la curia diocesana, reina el ambiente neomudéjar, de moda en la época. Sobresalen los absidiolos de algunas estancias, provistas de vidrieras, y el repertorio de capiteles, de tipo granadino, que sostienen bóvedas de crucería.
Ascendemos por una escalera de caracol con una amplia caja central, pues el ascensor allí previsto no llegó a ser instalado, a la planta noble. Un vestíbulo, ornado con esgrafiados, presenta una columna con capitel estrellado de ocho puntas y aspecto palmiforme. Desde aquí se accede a la Sala del Trono, presidida por una silla episcopal pétrea neogótica, y a otras dependencias destinadas al Secretario de Cámara, Comedor —orientado al mediodía, con vidrieras de tonos cálidos y decorado con racimos de uvas, que tiene salida a una pequeña terraza—, Cámara del Obispo —con sus muebles modernistas—, Despacho —con dos columnas, blasones episcopales de Grau y Alcolea y hojas de roble en las bóvedas— y la Capilla —neogótica, provista de absidiolos y cerámica de Daniel Zuloaga—.
La planta superior, mucho más sobria (es evidente que con Guereta se redujo el presupuesto), estaba destinada a los aposentos del obispo. Desde la habitación del prelado un balcón se abre a la capilla para asistir a misa en zapatillas. Las vidrieras están inspiradas en grabados de Durero.
Rematando la cubierta, que ahora sabemos se quedó bastante más baja de lo que había previsto Gaudí, estaba previsto colocar los tres ángeles, en zinc, que sostienen un báculo, una mitra y la cruz, fabricados por la Compañía Asturiana de Minas. Su pesadez les obligó a planear hasta el jardín, donde ahora se encuentran para despedirnos si no los convoca, desde Manjarín y tañendo la campana, Tomás.
Casa Botines: un almacén de paños en forma de castillo
En León vamos a ser más breves, pues la Casa Botines, que algunos hoy consideran palacio, no fue sino un almacén de textiles.
Aprovechando que el Pisuerga pasaba y sigue pasando por Valladolid, y que Gaudí andaba por Astorga, los comerciantes de tejidos Fernández-Andrés, con negocio en la capital, encargaron a Gaudí que les hiciese, en lo que ahora es el pleno centro de León, un almacén y despacho. La burguesía, sostenida no por títulos, sino por el poder del dinero, gustaba y gusta de equipararse a los aristócratas del pasado, y en este caso Mariano Andrés, que había logrado el bastón de alcalde, coloca su «castillo» justo al lado del Palacio de los Guzmanes, linaje de rancio abolengo, obra de Rodrigo Gil de Hontañón.
La Casa Botines, que durante la obra también tuvo sus detractores, no se aparta en exceso de los principios aplicados en Astorga, que son los de la recreación del Medievo, con unas notas de eclecticismo a lo Neuschwanstein o del Palacio da Pena (Sintra), aunque en este caso poniendo freno, en aras de la funcionalidad, a la imaginación. Es así como el edificio resulta bastante más sobrio y sólido que el palacio asturicense, mostrando una clara vocación de aprovechamiento del espacio, lo que impide florituras y decorativismos reservados a príncipes y obispos.
De planta rectangular, las cuatro fachadas cierran un cajón articulado con profusión de vanos —reparemos en las finas tracerías góticas de las ventanitas triples del bajo, las geminadas y cuádruples del primer piso y las de un único vano de las plantas superiores— y, para quebrar la imagen de bloque, ya que carece de balcones o voladizos, la inserción de cuatro torrecillas circulares en los ángulos, que como en Astorga aparecen coronadas por puntiagudos chapiteles tipo Exín Castillos, o digamos tipo Alcázar de Segovia para quienes no se educaron con aquellas construcciones de los años 60 y 70. En el aparejo utiliza de nuevo el sillarejo. Y por cierto, atención a unos detalles simbólicos: el foso, la cancela de forja y la figura de San Jorge con su espada, santo muy catalán, garantizan que el emporio comercial resulte inexpugnable.
Ante el edificio aparece la escultura broncínea de un señor de barbas sedente acompañado por una paloma (José Luis Fernández, 1998). Pues sí, ese señor tocado con un sombrero, que lee dando la espalda a su obra, no es otro que el mismísimo Gaudí que por fin ha sido aceptado, como el genio que fue, también en León.
El camino no son solo siestas, lavandería, chácharas y terraceo con cañas, ¡también Cultura!
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