Camino de Santiago: ¿Qué hacemos con las bicicletas eléctricas?
La pregunta del título puede parecer absurda, y la respuesta evidente: ¡utilizarlas! Sin embargo, como aquí hablamos del Camino de Santiago, de lo que se trata es de cuál puede ser el papel de estas bicicletas en el Camino, tanto en lo que se refiere a cuestiones de movilidad, cuando pretendan seguir el mismo itinerario de los peregrinos a pie, como, sobre todo, a la hora de aceptar a sus usuarios en los albergues públicos, que suelen disponer de una normativa, ahora desfasada, al respecto.
Sabemos que las novedades y los avances tecnológicos siempre suelen generar algunos problemillas a la hora de «ensamblarse» en los ámbitos tradicionales, tal es el de la peregrinación jacobea, que solo en el siglo XX aceptó las bicicletas como animal de compañía en sustitución de las inasequibles cabalgaduras.
Grosso modo, frente a la imparable proliferación de este tipo de máquinas asistidas —más adelante ya veremos en qué consiste esta asistencia—, hay dos posturas: 1. la de quienes, obnubilados por los avances científicos y técnicos, dicen amén a todo, porque el progreso es imparable, poniendo ejemplos como la revolución de los móviles, la fotografía digital y otras muchas herramientas y tecnologías que hoy resultan imprescindibles y cotidianas; y 2. la de aquellos que se resisten al trágala generalizado estimando que, al menos en ciertos lugares, hay que respetar unos modos y comportamientos en función de usos y costumbres que vienen de lejos.
Nutriendo los grupos de opinión arriba citados, con todas las medias tintas que se quieran, pululan los que hablan de la feria según les va en ella, sabio refrán que describe muy bien a quienes, poseedores de una bicicleta eléctrica, se desviven en elogios de la gran revolución que ha aportado, sobre todo como medio de transporte —no tanto a la práctica deportiva, ni tan ecológico como se pretende— por proporcionar una mayor autonomía y capacidad de desplazamiento a los que no están en buena forma física, ya van cumpliendo años o, simplemente, no quieren sudar tanto ni quemar calorías en demasía. Nadie puede discutir estos inequívocos beneficios, sobre todo si hablamos de un medio de transporte.
En virtud de lo anterior, la bicicleta asistida por un motor eléctrico de batería recargable se estima que debería de tener, como mínimo, el mismo tratamiento que las bicicletas convencionales en el Camino de Santiago, y por lo tanto el debate estaría cerrado. Sin embargo, permanece abierto en base a una causa muy sencilla de explicar que tiene que ver con uno de los valores tradicionales del Camino: el esfuerzo.
No es baladí tal objeción, que incluso ha motivado que la Oficina de Peregrinación de la catedral de Santiago haya dispuesto que no se entregue la Compostela a los ciclistas que usan bicicletas eléctricas aunque hayan hecho los últimos 200 km, circunstancia que, por otra parte, no se puede comprobar al recogerla salvo que se jacten de ello; la medida, en el fondo, no remedia el coladero.
En estricto sentido la bicicleta eléctrica no es un vehículo a motor —ello pese al debate generado a nivel mundial, que propició que Estados Unidos, en un primer momento, sí las clasificase como tales—, y en el presente parece existir un consenso al respecto. Pero tampoco son vehículos meramente mecánicos, sino «asistidos», lo que evidentemente reduce el esfuerzo de quienes a ellos recurren, aportando notables ventajas en capacidad de alargar las distancias, facilidad para subir cuestas y velocidad. Y aquí está el quid de la cuestión, esas «ventajas objetivas» que favorecen al usuario frente a los clásicos matados del «pedal a muslo», que algunos estiman acabarán desapareciendo en breve, quedando relegados al ciclismo deportivo y profesional.
En mi opinión no hemos de ser radicales, y tenemos que aceptar las bicicletas eléctricas en el Camino como una nueva modalidad para hacerlo (he escrito «nueva»), pero tanto a éstas como a las clásicas ya es hora de que las aparten, en muchos tramos conflictivos, de las sendas y caminos estrechos por los que transitan los peregrinos de a pie (y lo dice un forofo del ciclismo).
De hecho, en la reciente normativa de tráfico (RD 970/2020) se ha modificado el Reglamento General de Circulación en España, como en otros países para adaptarlo a la de la U.E., y estas bicis han quedado definidas como «de pedales con pedaleo asistido: bicicletas equipadas con un motor eléctrico auxiliar, de potencia nominal continua máxima inferior o igual a 250 W, cuya potencia disminuya progresivamente y que finalmente se interrumpa antes de que la velocidad del vehículo alcance los 25 km/h o si el ciclista deja de pedalear». Por lo tanto, no encajan en la definición aquellas dotadas de aceleradores que activen el motor sin pedalear. Y como es bien sabido, en las ciudades no pueden circular por las aceras y otros espacios reservados a los peatones, sino por las que utilizan los vehículos a motor, estando sometidas a las normas de circulación y siendo susceptibles de recibir, sus conductores, multas en caso de incumplimientos.
Sería muy conveniente replantearse esta cuestión ahora que el Covid ha desatado la pasión por la bicicleta, que como es bien sabido había declinado notablemente, tanto porcentualmente como en números absolutos, en el total de peregrinos registrados en Santiago hasta 2019. Un descenso que, desde luego, responde objetivamente a la muy diversa experiencia que proporciona hacer la ruta a pie, más lenta y disfrutando de la coincidencia con las mismas personas a diario, que sobre dos ruedas, ¡y ya no digamos sobre cuatro!
Un segundo espacio de conflicto es el referido a la acogida en los albergues públicos, y sobre todo en aquellos tradicionales con asistencia de voluntarios, entre los que se cuentan los de donativo. En ellos, sin esperar a que estallen los conflictos, el acceso de peregrinos en bicicleta eléctrica debería de regularse en función del esfuerzo, que siempre es algo subjetivo, pero que de algún modo hay que baremar a partir de estimaciones generales objetivas. Propongo la siguiente lista para la preferencia en la acogida:
1. Peregrinos a pie, con mochila, de larga distancia.
2. Peregrinos a pie, con mochila, de corta distancia.
3. Peregrinos a pie, con transporte de mochila, de larga distancia.
4. Peregrinos a pie, con transporte de mochila, de corta distancia.
5. Peregrinos a caballo o con carro tirado por équidos.
6. Peregrinos en bicicleta convencional.
7. Peregrinos con bicicleta eléctrica.
8. Asistentes de peregrinos, en circunstancias de especial necesidad, en coche de apoyo.
En tal sentido, tendríamos que establecer franjas horarias o una reserva de plazas para los primeros, que en ningún caso deberían quedar desasistidos por culpa de que otros más rápidos, o que han llegado sudando menos, las ocupen todas. Y aquí traigo a colación otro tema candente e irresoluto, tal es el de la regulación de los albergues públicos en función de la clasificación arriba expuesta, algo que parece de justicia y que evitaría absurdos madrugones con cascos de minero, vergonzantes carreras para pillar cama, largas colas a la puerta, traslado de mochilas que dan la vez y otras muchas tretas de la moderna picaresca turigrina.
Por último, la recarga de tanta batería también puede acabar generando un consumo eléctrico creciente, máxime teniendo en cuenta como están los precios últimamente, que de algún modo debería ser repercutido al usuario por insignificante que pueda parecer (muchos granos sí hacen granero).
Por cierto, en la cola del reconocimiento están esperando los patinetes eléctricos y, desde luego, cualquier otro artilugio con baterías recargables que nos podamos imaginar: ¿botas de siete leguas con impulso electrónico?, ¿why not?
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