El gran invento de la flecha amarilla
Se dice que Arquímedes gritó ¡eureka! al realizar un gran descubrimiento, y que Descartes experimentó algo similar al conseguir condensar en una idea, el célebre ¡cógito, ergo sum!, el punto de partida del pensamiento racionalista; sin embargo, y hasta el presente, nadie ha elaborado un relato similar, con un carisma científico o mítico, sobre la brillante génesis de nuestra flecha amarilla. Acaso porque su origen es realmente humilde, y nada tiene que ver con el devaneo filosófico, y menos aún con los productos incubados en las agencias de publicidad y marketing. Al igual que el niño de Belén, la flecha amarilla nació a finales de los años 70 del siglo XX en un modesto y apartado poblado del Camino Francés, situado a 1.300 m de altitud en las montañas que separan El Bierzo de Galicia, hasta cierto punto por pura casualidad o, como se decía antes, por voluntad de la providencia.
Dado que la memoria es muy flaca, y los intereses en reescribir la crónica jacobea contemporánea, desvirtuando así la historia reciente, muchos, de cuando en vez conviene recordar aquel sencillo momento, los días en que Elías Valiña Sampedro, a la sazón cura párroco de Santa María la Real de O Cebreiro, tuvo la brillante idea de emplear las flechas amarillas para señalizar el Camino de Santiago. No fueron un enjundioso estudio universitario, el informe elaborado por un gabinete cultural o el resultado de un concurso internacional de ideas los padres de la criatura, sino la fortuita disponibilidad de pintura amarilla bien barata, sobrante de la señalización de carreteras, y el más puro sentido común, pues aquel color se veía muy bien sobre cualquier material. El porqué de la flecha tampoco responde a enrevesados tejemanejes, pues existía una meta histórica, hacia la que había que guiar de nuevo a los peregrinos por un itinerario, y lo más sensato era colocar un vector, por cierto mucho más explícito y ahorrativo que las señales empleadas por las federaciones de senderismo internacional.
Para poner en marcha el proyecto, con el libro V del Calixtino como vademécum, de señalizar el Camino Francés desde los Pirineos a Compostela, nada de equipos técnicos interdisciplinares, nada de bolsas de voluntariado internacional, ni siquiera el apoyo entusiasta de municipios o parroquias de las tierras atravesadas -esto tan sólo fue ocurriendo a posteriori, en casos contados y con la desconfianza como estandarte-; únicamente algunos familiares, vecinos, amigos, entusiastas, contagiados y peregrinos de la primera hornada trabajando sigilosamente, como un imperceptible comando de hormigas, con sus botes y brochas, a lomos de viejos corceles motorizados. Fue un movimiento que no provocó gran inquietud salvo entre los agricultores, que movían las piedras pintadas y tapaban algunas flechas, no fuera a ser cosa del catastro o de la parcelaria, o sea, del mismísimo demonio.
El triunfo de la flecha amarilla como moderno icono de la peregrinación, hoy en día presente en todos los caminos históricos de Europa entre los Países Bálticos y el Finisterre, e incluso en los restantes continentes balizando rutas santiaguistas, fue un anticipo del éxito que le aguardaba al Camino. La crónica de este proceso, que el revisionismo histórico pretende adulterar atribuyendo inventos y méritos a personalidades como Manuel Fraga Iribarne o Juan Pablo II, ya es harina de otro cantar (preparamos la partitura).
Pocas veces, como dijo Churchill en alusión al esfuerzo realizado por la RAF para contener el avance nazi, tan pocos han hecho tanto por muchos, pues es cierto que nunca llegaremos a valorar ni agradecer en su justa medida aquel esfuerzo, el de un hombre movido por la pasión que, emulando a Santa Teresa o a los grandes reformadores de toda época y condición, supo luchar y hacer valer sus ideales frente al implacable muro de la incomprensión levantado por el sistema, siempre el sistema…
Por lo tanto, el eureka particular de nuestro Camino de Santiago no fue cosa de grandes doctores de la Iglesia, ni de agencias especializadas en comunicación y ventas, ni tampoco hazaña de ningún gobierno o político, eso lo último, aunque luego bien supieron sacar provecho y colgarse las medallas –ésta es una vieja historia, harto conocida, de liliputienses poseídos de si mismos y judas arrepentidos-. El mérito, inmenso a raíz de sus evidentes consecuencias, corresponde única y exclusivamente a Elías Valiña, por voluntad propia, no por ausencia de méritos para ascender en el cursus honorum eclesiástico, cura de O Cebreiro, su primer y último destino. Dotado no sólo de voluntad, valor que hoy se considera la panacea entre los gurus del coaching, sino sobre todo de sensibilidad, como apunta el que fue su gran amigo Espiña Gamallo, él siempre supo que su reino acabaría siendo grande, inmenso, lineal, y que las flechas amarillas, en algún momento del futuro que, al igual que Abraham, apenas llegó a vislumbrar, acabarían provocando una “invasión”, en el mejor de los sentidos, que nada tendría que envidiar a lo acontecido en el Medievo.
A Elías, que descansa para siempre en el santuario de su amado Cebreiro por el cual, sueño materializado, pasan tantos peregrinos de distintas nacionalidades a lo largo del año, debemos que arrancara con buen pie la revitalización contemporánea del Camino de Santiago. Todo ello por obra y gracia de una sencilla flecha amarilla.
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