El Menú del Peregrino, una dieta rutinaria y decadente
Parece que este viene siendo un tema tabú, desaparecido casi por completo de los foros jacobeos, ¡qué curioso! A propósito del Camino se habla mucho de alojamientos, del recorrido y sus afecciones, de naturaleza, historia, leyendas y arte, de todo tipo de experiencias personales y curiosidades, pero la cuestión gastronómica o culinaria no suele tener gran protagonismo. Es como si los peregrinos fuesen seres incorpóreos, que no se alimentan más que de paisajes, arte y relaciones personales. Bueno, ahí están los comentarios y valoraciones vertidos en Google o Tripadvisor, cierto, a veces con mucha inquina y afán vengativo, pero sin especificidades referidas al Camino.
Pretendemos hoy hacer autocrítica con los ojos y el estómago del peregrino que viene recorriendo los mismos itinerarios hace años y que ha comprobado, en ocasiones con tristeza, una evolución a peor en lo que se ofrece y sirve. Una tendencia que no solo afecta a los precios, algo evidente y que en los últimos meses se ha acelerado con la inflación, sino, y sobre todo, a la calidad.
Sirva como presentación una anécdota. Tuvo lugar hace años cuando una peregrina británica pedía en castellano, pero con un acusado acento, el menú en cierto restaurante del Camino. El posadero le respondía que sí, que tenían el «Me-nú del Pe-re-gri-no», faltaría más. Pero ella replicaba, con gestos ostentosos de disgusto: «¡No, no, del Peregrino no, please, el Menú del Día, de la Casa!». Hasta tal punto, resulta evidente, estaba escarmentada de aquella oferta o producto, propio de las rutas jacobeas, denominado «Menú del Peregrino».
Se podía pensar que al igual que los peregrinos, sobre todo los de largo recorrido y cierto perfil y capacidad de gasto medio o bajo, eligen para dormir los albergues, había que crear para ellos un equivalente en la esfera de la alimentación, ese menú que, por un precio módico, cubriese sus necesidades nutricionales y los proveyese de energía para seguir caminando o pedaleando. En la tradición de la acogida hospitalaria medieval estaba la base. Así nació el consabido Menú del Peregrino que, si bien en un primer momento se identificó en muchos lugares con el menú del día de siempre, el que consumían los nativos, obreros, transportistas, oficinistas, comerciales y turistas, poco a poco, aunque no en todos los casos, se fue diferenciando de aquel y, en cierta medida, degradándose.
A poco que indaguemos en lo que hoy en día nos dan de comer en las rutas jacobeas más transitadas, sería fácil ultrajar la marca España, esa del país más rico del mundo que predica el chef José Andrés.
¿Cocinan con productos de proximidad? Perdona que me tronche. ¿Pescado fresco? Una quimera. ¿Postre de la casa? No, mucho mejor, que le escuché una vez a un camarero dicharachero, de la marca…, digamos Acme para no ofender a nadie y evitar querellas. ¿El vino? Mejor ni nombrar su procedencia. ¿Y para elegir? Sota, caballo y rey, no te quejes aunque siempre sea lo mismo día tras día, eso sí, con montañas de patatas fritas y hojas de lechuga iceberg.
Y entre los que no pueden ofrecer el menú, por ser bares o tabernas, la trampa del combinado, otro clásico de la fritanga con un plato que aparenta estar muy lleno de cosas diversas, y la ensalada resultona con mucho verde y cebolla.
Transitamos por el reino del congelado a granel, incluidos pan, patatas, verduras, pescado. Aunque ahora que lo hemos cavilado mejor, ¡pescado!, ¿qué es eso? ¿No era que los peregrinos, como los niños malcriados, ni lo necesitan, ni les gusta, ni lo consumen?
Raciones que enflaquecen y disminuyen, pero en el arte de la composición, ejerciendo el trompe-l’oeil y otras argucias equiparables al ojo de buey, parece que se encuentran llenos y rebosantes. Todo un abuso del escandallo minimalista, usurero, cutre, antiperegrino.
La recurrente pizarra de los platos a elegir, con alguna mínima variedad zonal barata (sopa castellana, caldo gallego, una pobre oferta ante la querencia generalizada del foráneo por las sopas), la aprendemos pronto, tan de memoria como el paternóster: con suerte lentejas, tal vez un gazpacho, ensalada, pasta (esta, a veces, va incluso de segundo plato), entremeses varios, espárragos chinos o, en Galicia, un pedazo de empanada industrial. Luego, a saber: el bisté de lomo con patatas fritas, el pollo con patatas fritas, los huevos con chorizo e ídem, con suerte la merluza a la romana y casi ya paramos de contar. De los postres mejor ni hablar, mucho polvo soluble para cremas y pudines, porciones industriales descongeladas de tartas con mucho aceite de palma y ultraazucaradas, un yogur o, en su caso, una pieza de fruta de la estación, la más barata. Y el vino de la casa, lo más próximo al brik que consumen los sintecho, con la fortuna de poder bautizarlo, dichosos, con agua o gaseosa.
La extinción de lo casero, de los guisos y las legumbres, de las sopas potentes de cocido, de la patata pelada y cortada a mano cada día y no solo frita, de los platos que necesitan cierto tiempo de elaboración, es un hecho consumado que se extiende como las plagas. De este mundo parece que solo se ha salvado la tortilla de patata, santo y seña de los tentempiés que nos redimen.
En cuanto a la oferta vegetariana y, sobre todo, vegana, suele deslizarse hacia el minimalismo chic, como si fuese implícito que los veganos son como pajarillos, y biótico, lo cual contribuye a elevar considerablemente la cuenta.
Un día puede pasar, también dos o tres y hasta una semana, pero imaginémonos un mes entero bajo esta dieta rutinaria y demoledora. Porque comer bien en el Camino se está convirtiendo en un privilegio de ricos.
En este panorama desolador, cada vez más generalizado en la gama del bajo coste, sobrevuela el síndrome de lo masivo. Quien llena cada jornada a pie de ruta, sobre todo en ciertos tramos invadidos, suele caer en la tentación: si total, ponga lo que ponga, más aún si no existe mucha competencia alrededor o, mejor aún, si como las telefónicas o eléctricas, pactamos los precios, la bajada de calidad estará servida sin que la OCU se entere.
Se suceden los casos, escandalosos, en que el dominio de una posición conduce al monopolio, a resultas de que seremos saqueados más o menos como en un aeropuerto, pero en este caso no tanto en el precio, que también, como en la calidad.
Y a lo anterior se suma la creencia popular de que los peregrinos tenemos muchas tragaderas, podemos con todo y todo lo digerimos y quemamos, a base de caminar, como los roedores. No están hechas las margaritas…
En cuanto a los precios, a no ser por una codicia en muchos casos desmedida, darían para algo más. De la media de los 10 €, que se mantuvo durante años para los menús peregrinos, ahora estamos en el entorno de los 14-15 €, y ya no solo en el País Vasco o Navarra, que siempre fueron más caros, sino por doquier.
¿Y qué fue de la cocina regional, llamadla si queréis autonómica o identitaria, escaparate y bastión que había de ser de la experiencia peregrinatoria? Pues de nuevo para quien pueda pagarla, porque esto se sale de lo que se puede incluir en un menú salvo cuatro cosas muy concretas. En este aspecto nos diferenciamos de Francia, donde en muchos albergues, sobre todo en los rurales, se degustan productos de su propia granja o huerta con recetas de la comarca, lo que nos proporciona, cierto que por un precio ligeramente superior pero no excesivo, una aproximación más plena al lugar por el que viajamos.
¿Acaso, por ventura, esta decadencia responde a una plaga nacional o internacional? Pues no, porque a menudo basta con apartarse un poco de la ruta jacobea para encontrar la cocina honesta, casera o familiar, en restaurantes de, por ejemplo, un barrio o la carretera, esos lugares de siempre que no están maleados, en los que paran los camioneros —hecho que la sabiduría popular identifica con el servicio de raciones abundantes—.
Mas no quedaremos en los lloriqueos sino, como es costumbre, en proponer soluciones.
Una podría ser que dediquemos de vez en cuando algún tiempo a escribir valoraciones, buenas, regulares y malas, que sirvan de orientación a los que vengan después. Ya sabemos cuáles son las que se leen más: Google en ascenso pese a la falta de control y rigor, Tripadvisor en caída libre.
También conviene que seamos un poco listos y nos informemos mínimamente antes de entrar en el primer sitio que veamos cuando se abra el apetito, sobre todo en esos que estratégicamente se emplazan, tras unos kilómetros sin pan ni agua, a la entrada de las poblaciones, sabedores de que flaquearemos por el cansancio y la necesidad. ¿Tanta información, comprimida en el móvil, para que sigamos picando como inocentes pececillos en la primera caña?
Otra solución puede pasar por, estimulando el compañerismo y la colaboración inter pares, que nos propongamos cocinar en los albergues, comprando producto fresco y preparándolo, cada día, según se tercie (ensaladas, potajes, guisos, arroces, pescado), o dejando al cocinillas de turno que se ponga a ello, sin miedo a las recetas exóticas. Comeremos, sin duda, más y mejor que en la mayoría de los menús, y entre varios mucho más barato.
También procede recuperar un emblema del viajero: ese bocata que no tiene por qué ser de jamón y queso o de chorizo; hay múltiples posibilidades, incorporando tomate, pepino, lechuga, calamares, tortilla, carne…
Antes de, movidos por un estómago sufriente, implorar el ¡quiero volver a casa con mamá!, en el caso de los italianos a comer la pasta como Dios manda y no recocida al modo español, seamos imaginativos, proactivos, colaborativos y estimulemos, entre todos, un cambio de tendencia castigando con la mesa vacía a quien se lo merezca.
PD. ¡Muchos restaurantes, por fortuna, siguen siendo honestos con el peregrino; a ellos mil gracias por su filosofía y compromiso!
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