Novedades editoriales: una novela argentina y el diario de un peregrino español
La edición de libros sobre el Camino de Santiago, en papel o e-book, con una dimensión internacional y en diferentes lenguas, no cesa. Hoy nos aproximamos a lo último que ha llegado a nuestra biblioteca: una novela argentina y el diario de un peregrino español.
SILVINA POTENZA, Por la magia del camino, Historias de Pasión, Buenos Aires, 2019, 350 págs.
He de reconocer que el inicio me ha preocupado, tanto por el topicazo del título como por el recurso al manido poema de Antonio Machado en la presentación, amén de un sinfín de agradecimientos muy propios de los nóveles. Que el libro haya sido clasificado como “novela romántica” también me hacía temer lo peor: un caminito rosa, pero sin la graciosa pantera. Superados estos prejuicios, a medida que he ido avanzando en la lectura, si bien las emociones y los llantos, propios de un drama con final feliz, y los inequívocos ribetes de culebrón sudamericano -una escuela, quién lo duda, para tantos escritores-, han sido continuos, he podido disfrutar de un relato bien trabado, lleno de humanidad, no precisamente simple y, lo más importante, que realmente ha sabido centrar la experiencia de la peregrinación jacobea.
Uno de sus méritos es que pese a que el Camino tiene un papel crucial en la historia, no es el único escenario, ya que gran parte del argumento se desarrolla al otro lado del charco, en la ciudad argentina de Rosario. Allí ejerce como abogado Juan Andrés (Andy), que vive atormentado por haber sido culpado de la muerte, accidental, de su novia. Muy en la onda de la Caminoterapia decide hacer la ruta, desde Roncesvalles, para intentar superar un sentimiento de culpa que, como se verá más adelante, carecía de fundamento: “Dicen que el Camino es una escuela de vida, que todos los que van encuentran más de lo que buscan” (pág. 59).
Otro de los elementos que introduce la actualidad es el empleo de las redes sociales, con especial referencia al Facebook Argentinos en el Camino de Santiago, donde la autora es ferviente activista, y un permanente uso de Whatsapp entre los protagonistas, que a través de este medio van fraguando su relación amorosa.
Entre las debilidades podríamos citar la interminable preparación del viaje, la necesidad de entrar en detalle sobre muchos lugares comunes al modo de una guía (¿qué son la credencial, la Compostela, los albergues, como debe de ser una mochila, la media de etapas…?), pues entendemos que una novela no debería tener esta pretensión informativa, y asimismo ciertos despistes como creer que en marzo no se puede caminar entre St-Jean-Pied-de-Port y Roncesvalles (sí por la alternativa de Valcarlos), alguna confusión puntual por falta de documentación (se sitúa el monasterio de Nájera en Santo Domingo de la Calzada, se habla de la fachada románica de Samos) o el escaso cuidado de la toponimia (Estela, Calzadilla de la Cueva, San Nicolás de Füe, Palais de Rei,…).
Pese a lo anterior, nos han seducido la ambientación, la correcta descripción de los entresijos familiares, laborales y de amistades, y ese culto a la casualidad, entendida como voluntad del destino, que genera, acaso de un modo un tanto forzado, todo tipo de vínculos y relaciones, algo así como en las películas de Julio Medem o de Krzysztof Kieslowsky.
Las cumbres dramáticas llegan en la Cruz de Ferro, lugar mitificado en los últimos años, y el Monte do Gozo, buena elección. Por otra parte es relevante el impacto negativo, recurrente en las obras actuales que transcurren por el Camino Francés, de los 100 últimos kilómetros, donde el protagonista se topa con los “caza-Compostelas” (aprendan los responsables-irresponsables de esta profanación).
Como en El secreto de sus ojos, la mirada acabará siendo la clave de muchas cosas, y un modo “argentino” de entender el Camino lo va impregnando todo.
Me ha complacido, por atípica, y creo que vale la pena leerla, también por haber sabido huir del ya cansino e interminable repertorio de relatos históricos que nos han saturado de caballeros, alquimistas, monjes y templarios.
MATEO BOCCA, Huellas perdidas de un camino sin regreso, Uno editorial, Albacete, 2017, 254 págs.
Cuando se opta por el género, convencional en el Camino, de un diario escrito en primera persona, se corren dos riesgos evidentes: la monotonía, para quien ya haya leído otros relatos similares de peregrinos, constreñidos en un espacio lineal archiconocido, y el cansancio que provoca un tempo, siempre lento, que compartimentado día a día de principio a fin, en este caso entre Saint-Jean-Pied-de-Port y Fisterra y Muxía.
Mateo es un joven peregrino, en la treintena, que ya ha tenido dos encuentros previos y parciales con el Camino, y que ahora se decide a realizarlo completo, acaso por una promesa que parece evidente aunque no la refrende. Más allá de las descripciones recurrentes, aderezadas con los avatares propios e intransferibles de cada peregrino, a medida que avanza nos transmite, de un modo claro, el fortalecimiento interior del autor y protagonista. La melodía in crescendo le impulsa, poco a poco, a superar obstáculos -más interiores que del terreno-, para irse, figuradamente, desnudando, esto es, confesándonos muchos de sus sentimientos, reflexiones y dudas.
Precisamente hemos valorado el juego sutil que establece entre lo cotidiano e intrascendente, circunstancias universales para cualquier peregrino, y ese mundo interior que aflora, con el omnipresente recuerdo de su madre fallecida, todo un vacío vital, y el consuelo de las grandes amistades que han, al menos, cubierto parte de esa sima.
Para Mateo, que se confiesa un romántico, viajero, algo raro, soñador y alternativo, seducido por los lugares deshabitados, a punto de dar el paso al veganismo, enemigo de las despedidas pero defensor de los grandes abrazos y con un estado de ánimo muy cambiante, el Camino es sobre todo libertad, aventura, soledad: “…cuando estás tantos días solo, nada ni nadie te juzga. Gritas, eres feliz, y así debes ser en la vida, un loco sin miedo a los juicios, pues solo te juzgas a ti mismo.” (pág. 70). Pese a ello se relaciona con otros peregrinos, en especial con una “mamá coreana” que avanza con grandes dificultades.
Contemplando los memoriales necrológicos que tanto proliferan, el Camino incluso se le antoja como el más bello lugar para despedirse de este mundo, desde luego mucho mejor que la fría habitación de un hospital.
Nos sorprende que uno de sus escenarios críticos sea el tramo, antaño maldito, de Carrión a Calzadilla, aunque hemos de tener en cuenta que se trata de un peregrinaje invernal, sin esos chiringuitos intermedios que, en aras del comercio, han ido aniquilado las soledades y su mística; con su rotulador, que lo acompaña, va escribiendo cosas al modo de un grafitero, y aquí toca dar ánimo a quien pueda sufrir una situación semejante: “Hoy es un día duro. ¡No te rindas!”. La segunda gran prueba es el tránsito por Melide, lugar donde falleció su madre; aquí abre un suelto, en diferente tipo de letra, algo habitual a lo largo del libro, que es una especie de intermezzo entre la carta, el pensamiento y la dedicatoria.
Los encuentros con David (La Casa de los Dioses) o con el recuerdo de Denisse Thiem son profundos y emotivos, y se contraponen a otras realidades más mundanas, como la difícil convivencia con los ciclistas o, de nuevo (no es cosa nuestra, leedlo), la insoportable levedad entre Sarria y Santiago, donde hacen acto de presencia figurantes que nada tienen que ver con los peregrinos (“vienen a estar de cachondeo en grupos y eso me merma mucho”, pág. 201), lo que propicia que caiga en la tentación de hacer un botellón. Sin embargo, en este tramo es donde desarrolla, como contrapunto, las más sesudas reflexiones sobre la vida y la muerte, pura madurez del caminante que ya carece de freno a la hora de confesarse y se aproxima a la meta.
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