Saint-Jean-Pied-de-Port: sentimientos a flor de piel
No deseamos hoy caer en una descripción más o menos conocida, sino realizar una representación, como una especie de juego, en torno a las emociones que experimentan los peregrinos en una de las partidas clásicas del Camino de Santiago. Para ello, combinando realidad con ficción, vamos a describir una serie de arquetipos que definen la fauna, a la que todos hemos pertenecido en algún momento, de este singular ecosistema.
Phillippe Lemonnier había llegado al atardecer con su burro, que había alquilado en una granja borgoñona del Morvan. Desde allí se había metido entre pecho y espalda la Vía de Vézelay completa, su ruta más lógica de aproximación. Escasa fue la compañía, y constantes los problemas para mantener bien alimentado a su inasequible compañero, el cual ya había hecho la misma ruta en dos ocasiones, por lo que era doctor honoris causa y un privilegiado guía. Llegados al pie del Pirineo, y teniendo en cuenta el esfuerzo que aguardaba a aquel anónimo héroe cargador, todos sus desvelos se encauzaron a encontrarle un buen reposo. Al fin y al cabo, gracias a él Phillippe podía solventar el accidente que le había provocado una hernia gigante, pero no matado su pasión de realizar, una vez más (terco como otra mula), el camino al fin del mundo.
Tras encontrar digno acomodo al bueno de Apeles (su propietario, sin duda, tenía querencia por el mundo clásico), escaso como estaba de caudales, pues largas distancias, piensos y «existos» eran demasiado para un pensionista inválido no de guerra, procuró localizar el lugar donde él mismo pasaría la noche, y éste no sería otro que el mercado, donde además había unos aseos públicos, ¡gran lujo! Una sopa, calentada de incógnito en su hornillo portátil, un pedazo de queso de oveja que le había regalado un pastor y algunas piezas de fruta recogida sobre la marcha fueron su sustento frugal, estaba más que acostumbrado.
Solventadas las necesidades básicas no dejó pasar la oportunidad para dar un paseo por aquel tan renombrado pueblo, último de Francia y en el ecuador de su travesía. Frente a su desaliño, tanto físico como espiritual, le llamó la atención el aspecto de diseño que presentaban la mayor parte de los peregrinos que pululaban por el casco antiguo, que parecían salidos de un spot publicitario, llegando a pensar que en realidad eran extras de un reportaje, y que las cámaras harían acto de presencia en cualquier momento. Ropas sin marca de sudor, rostros desprovistos de fatiga, equipamientos del trinque y, sobre todo, esas botas lustrosas, como si no hubiesen cubierto más distancia que la que conduce a la panadería del barrio. Como heredero de una estirpe milenaria en vías de extinción, era incapaz de comprender el nuevo capítulo que estaba a punto de inaugurar, y aunque no deseaba prejuzgar sin saber cavilaba e, inevitablemente, lo hacía con cierto desdén. La buena de Noor, aquella joven flamenca de ojos asustadizos que, pese a su edad, lo había quizá por compasión invitado a un café farfullando un mal francés, poco le había ayudado en la misión de entender lo que ocurría.
Noor había llegado al punto de partida soñado, al cien por cien motivada por emular a su abuelo, tras darse un palizón monumental en tren, casi sin tregua, de Amberes a París, y de allí a Bordeaux y Bayonne. La logística de la vía férrea había fallado a última hora, y la habían introducido en un bus que avanzaba por valles boscosos, cada vez más angostos, hasta enfilar las montañas que le aguardaban.
Temía haberse precipitado, no sabía si estaba físicamente preparada para, después de no haber pegado ojo, cruzar un puerto de montaña de casi 1.500 m, pero confiaba en su suerte, proverbial entre sus amigos, y en su capacidad de superación. Parecía frágil, al menos físicamente, pero de su abuelo había heredado esa fuerza interior que, si no la hacía invencible, al menos la convertía en una cabezona. Como no tenía mucha información, ya que las intermitentes sesiones de internet la habían realmente mareado, con tal atiborre de datos y opiniones, más que ayudado, se dirigió al lugar que resultaba más esclarecedor, una oficina de información en la que cubrió un registro, recibió su credencial y fue dirigida a un albergue que a esa hora ya estaba casi completo. Allí podría hablar con otros peregrinos, y los había de diferentes países, seguro que obtendría más datos de lo que le esperaba al día siguiente, pero de repente sintió un profundo deseo de aislarse, de recordar a su abuelo, que había fallecido el pasado invierno, y buscó un café apartado de la marabunta que transitaba por la Rue de la Citadelle. Se sentó en un rincón, muy cerca de un hombre con aspecto de vagabundo y un olor a animales, seguro que era un pastor (parecía buena persona, hasta le ofreció un café), y prometió a su abuelo que seguiría sus pasos, testaruda, sin desfallecer hasta Compostela. Al regresar al albergue escuchó a una pareja de peregrinos que hablaban con un volumen de voz tan elevado como las campanas de una iglesia, españoles sin duda, su tierra ya estaba muy próxima…
Alicia y Pablo, bregados en sus subidas y bajadas semanales por Sierra Nevada, particular tótem que contemplaban a diario desde su balcón, amén de otras muchas cumbres por las que hacían montañismo, contemplaban la elección presente como un reto menor, pan comido, quizá una concesión a la moda, ya que todos hacían el Camino, y ellos, consumados trotamundos y aventureros, no podían ser menos. Pero había que comenzar con fuerza, cruzando a tope la cordillera pirenaica, pues partir en bajada habría constituido una broma. Su atuendo no era el habitual de los restantes peregrinos, sino plenamente deportivo y muy técnico. Y su conversación, propia de marinos experimentados en los siete mares, igualmente técnica y con una jerga para profesionales; versaba sobre planificación, desniveles, niveles de radiación solar, previsiones meteorológicas, puntos de avituallamiento, alimentación idónea, consumo de calorías y medias a realizar. Tras poner concienzudamente a punto sus gps y los cachivaches biométricos, consensuaron salir a las 6:30 de la mañana y alcanzar Bizkarreta, donde habían reservado un apartamento con muy buena pinta (tanta como la habitación privada en el albergue del Pied-de-Port este), a las 15:00. Cualquier incremento superior a 30 minutos en la previsión sería un fracaso, habría que esforzarse y no perder el tiempo en actitudes contemplativas, ni conversando con otros usuarios, a los que rebasarían sin más. Por cierto, qué curioso que todos portasen una concha atada en la mochila, ¡menuda chorrada!
Para el véneto Ercole, que contemplaba a los granadinos a prudente distancia, la aplastante convicción que manifestaba aquella pareja era digna de envidia. Él moraba en una perpetua duda, ya quisiera para sí tenerlo todo tan claro, aunque mejor pensado…, ¿acaso es posible estar seguro de lo que nos va a deparar el destino al día siguiente? De hecho, ni siquiera sabía muy bien que hacía en aquella localidad de postal. Tres días antes había aterrizado en Barcelona, y tras un paseo que se alargó más de la cuenta en compañía de unas torinesas que había conocido en la Sagrada Familia, se encontró de nuevo de bar en bar, con esa facilidad innata que tenía para hacer amigos por doquier, recorriendo las calles de Pamplona. Entre vino y vino, comentó su intención de hacer el Camino desde Roncesvalles, pues para eso creía haber venido, y entonces alguien, sin duda con la mejor intención del mundo, le dijo que debía tomar un bus hasta Saint-Jean-Pied-de-Port, ya en Francia, de lo que no se arrepentiría. No estaba muy convencido de haber acertado, pero allí estaba, y ya que estaba allí, aprovecharía para hacer amigos, buen plan. Por ejemplo con ese grupo dicharachero de yankis engullendo birra, ¡menudas pintas llevan!, parece que fuesen a participar en un partido de baloncesto entre raperos. Pero al menos son simpáticos, y parecen dispuestos a gastar, podré pasarlo bien con ellos si les enseño a cantar Tu vuò fà l’americano.
En efecto, los estadounidenses disfrutaban de la vida y estaban perfectamente organizados por una agencia, que además de mostrarles los principales lugares de España y Francia, en aquella primavera iban a alcanzar el orgasmo con una experiencia única: ¡hacer a pie el Camino de Santiago una semana, desde donde estaban, qué nombre tan difícil de pronunciar, hasta Logroño! Tal cual como sucedía en The Way, pero sin cenizas de muerto ni mochilas que cargar, gozarían de la compañía de los componentes del grupo, todos singles de edades parecidas, del paisaje, el arte, la aventura y, sobre todo, de la gastronomía, esos platos y bebidas suculentas (ya deseaban probar la sangría), y por supuesto del ambiente festivo que prometía España, aunque se sentían un tanto frustrados por no poder coincidir con los sanfermines. Su hotel de aquella noche era una pasada, y regresaron a él con media tranca, tras haber aprendido varias canciones italianas, tan atolondrados que casi derribaron a una anciana, cargada con dos bolsas de plástico, que se había cruzado con ellos en el puente sobre la Nive.
Paloma ni se inmutó, ya tenía suficientes años, y costra, para amilanarse u ofenderse por minucias; sabía que los jóvenes son así, qué le vamos a hacer, ella también lo había sido mucho tiempo atrás, al menos creía recordar que así había sido. Aquella asturiana se había propuesto completar su quinto camino, acaso el último, pues ya sumaba 80 años, un límite peligroso para el cuerpo. Pero si bien había tomado ciertas precauciones (este año iría por el valle de Valcarlos, y mandaría su equipaje por taxi), se sentía capaz de replicar sus anteriores peregrinajes, Santiago ayudaría, como siempre lo había hecho por la gran devoción que le profesaba. Su gran ventaja era que no tenía prisa: a su edad, aunque pareciese una contradicción, disponía de todo el tiempo del mundo. Así que paso a paso, sin forzar la máquina, con la fortaleza que le había impreso en el cuerpo el haber trabajado duro toda su vida, gran parte de ella en el campo, llegaría; con fe se arriba siempre, más tarde o temprano, a puerto.
Al amanecer cada uno con sus fuerzas, ilusiones, expectativas y deseos confesados o inconfesados, nuestros personajes iniciaron la marcha hacia Bentartea, Lepoeder, Ibañeta, Roncesvalles…, Biskarreta. Este podría ser el prefacio de un relato poblado de tópicos, cierto, pero la vida está repleta de ellos, en que realidad y ficción discurren tan unidas que no hay bisturí, por preciso que sea, capaz de realizar una bisección. Todos ellos, y millones más, hemos configurado un lugar mítico, caldo de cultivo para sueños todavía sin modular, llamado Donibane Garazi, en francés Saint-Jean-Pied-de-Port. A flor de piel.
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