María Herrero: Una peregrinación de 1.777 kilómetros
María Herrero (León, 1980), entre agosto y noviembre de 2015 decidió completar un Camino de esos que, por lo común, sólo se hacen una vez en la vida. La experiencia de una peregrina de largo recorrido durante tres meses es, desde luego, única, intransferible y sumamente enriquecedora en el plano personal, nada que ver con la excursión programada en un puente o el peregrinaje durante un período vacacional al uso. A la respuesta sobre que le empujó a caminar tanto tiempo, y si tal aventura en solitario tiene sentido, responde que fue una promesa que se había hecho a sí misma. Con su permiso extractamos parte de su relato, publicado en su blog Filosofía Útil, para los lectores de Gronze.
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En agosto del 2015 me calcé las botas, me ajusté la mochila y me fui al centro de Francia para recorrer la Vía Lemoviciense o de Vézelay, continuando por el Camino Francés hasta Santiago de Compostela y Fisterra. Prescindiendo de las razones iniciales, a mitad de ruta solo conservaba un motivo por el que continuar: la magia que solo el Camino sabe desplegar ante ti si te entregas a él como si te dejaras caer al vacío.
Mi forma de entregarme al Camino fue haciéndolo sola y a pie a lo largo de 1.777 km. Ya había recorrido anteriormente alguna parte del Camino del Norte, pero solo durante unos cuantos días, los suficientes para entender que aquello no se parecía en nada a cualquier otro destino de vacaciones. Que algo, no sabía qué ni cómo explicarlo, sucedía a medida que iba superando el dolor físico, la desorientación y una considerable cantidad de miedos.
Ese algo que sucede es un segundo de entendimiento. Es como una tormenta en la oscura noche que, de vez en cuando, estalla en luz y te permite ver un instante de paisaje. Es como conseguir enfocar el objetivo de la cámara para retener una imagen nítida. Es esa fugaz sensación de placidez al encajar una pieza de puzle. Es un trago de agua fresca cuando tienes sed. Es separarte de las cosas para poder verlas, un “darte cuenta” efímero. Es hacer algo que te creías incapaz de hacer y vivir sin todo aquello con lo que creías que no podías vivir. Es la inmensidad y “tu pequeña tú”, siendo la misma cosa.
Muchos son los sentidos que el camino adquiere y por los que es tan popular. Cada año lo transitan más personas: deporte, cultura, turismo, naturaleza, espiritualidad, conocer gente; penitencia, agradecimiento, reto, petición. Yo caminé por una cuestión de ponerme a prueba, por hacer algo de ejercicio, por visitar sitios y conocer gente, porque me apetecía estar más en contacto con la naturaleza, etc. Pero todo esto son solo etiquetas, motivos que creo que te dejan a medias, o que no valen, si lo que quieres es vivir ese camino mágico y único, el que enseña, el que te da lo que necesitas, no lo que deseas.
Con un presupuesto de 10 € al día fui caminando sin tener muy en cuenta las etapas o los kilómetros que haría cada jornada. Mi intención era parar allí donde me sintiera a gusto y continuar también cuando me apeteciera. El hecho de que pudiera dedicar tres meses a esta “forma de vida”, me permitió no tomarme el Camino como una carrera a contrarreloj, porque, si el propósito de tu viaje es únicamente llegar a tu destino, es en eso en lo que se convierte el Camino: en una suerte de competición.
En mi caso, me dio tiempo a todo: hubo días en los que parecía que había apretado el botón del turbo y otros en los que no avancé más de cinco o seis kilómetros. Caminé aprovechando la luz del día, pero también caminé en la oscuridad de la noche. Recorrí bosques, montañas, campos de cultivo, pastos, carreteras…
Temores y dudas
- A veces no hay manera de encontrar agua o te quedas sin comida. Pero misteriosamente, siempre apareció alguien que me ofreció agua, fruta, pan. La hospitalidad en el Camino es uno de los mejores regalos para un peregrino, máxime en una ruta tan poco promocionada aún como la de Vézelay.
- Cuando un ruido extraño suena al lado de tu cabeza, al otro lado de la tela de la tienda. Y compruebas que suele ser algún animalillo inofensivo, y no una bestia salvaje, fantasma, extraterrestre o asesino en serie.
- En ocasiones estás en medio de la nada, en una ruta mal señalizada, y no sabes qué dirección tomar. Te sientes perdida, incluso perdida en el ¡maldito Camino!, pero siempre te acabas encontrando, al depositar la confianza en la voluntad y la magia del itinerario.
- Sentir asfixia cuando subes un largo desnivel que nunca acaba, y te planteas que te quedaras a vivir para siempre en medio de la cuesta. O percibes que el peso de la mochila, y los elementos, se han confabulado contra ti para hacerte sufrir y doblegarte. Pero son pruebas que he podido superar, incluso la de los temibles chinches.
- El temeroso equilibrio sobre el diminuto arcén de una carretera por la que vuelan conductores apresurados. Hay tramos en los que el Camino se abraza a la carretera como si se hubieran convertido en amantes, sobre todo cuando entras en una ciudad o sales de ella. Afortunadamente el Camino es largo, es sabio y lo cuidan personas que quieren cuidar de otras personas, por lo que estas etapas tan arduas son pocas.
- Cuando escuchas disparos de los cazadores a lo lejos. No digo más.
- Ante la sensación de atravesar ciudades grandes, por barrios poco recomendables, buscando un parque, y te ves tirado en la calle. Es difícil sentirse más desamparada, por lo que he evitado detenerme en ellas. La figura del peregrino va adquiriendo cada vez más presencia, pero en ciertas ciudades resulta más fácil que sea engañado, que le roben o que piensen que él es el ladrón, un pobre vagabundo, un loco. Y ser mujer le añade un plus de inseguridad.
- Cuando ves una silueta a lo lejos y no sabes si será alguien con buenas o malas intenciones. Me he cruzado, he pasado por delante y he caminado detrás de un sinfín de siluetas y ninguna de ellas supuso un peligro, aunque al principio no lo sabía. Confías en que, en el mundo hay más gente buena que mala. Y así ha sido.
No me cansé ni me aburrí de estar sola. En realidad, esta cuestión del viaje en solitario es un mito pues, aunque camines sola, casi cada día te relacionas con gente. En Francia, hubo días de no ver un alma, pero en España podía decidir si quería o no estar con otras personas. Con otros peregrinos que, en algunos casos, llegaron a ser mi familia y con los que compartía intereses similares. Con hospitaleros, que hacen de su casa tu hogar. Otro gran regalo del Camino.
En resumen, el Camino de Santiago es una forma más que te da la vida para que te conozcas y aprendas, para que crezcas y seas lo que eres. El Camino te limpia de aquello que se nos adhiere en la viciosa máquina que todavía es, hoy en día, nuestra sociedad.
En último término, no es el Camino, sino el movimiento que imprimes en él lo que sostiene toda la experiencia. Hacer algo que aparentemente carece de sentido pero que consigue sacar lo mejor de ti, logra que te sientas bien, en equilibrio, en paz.
En el Camino no sabes lo que puedes esperar, por eso es una mágica rutina que te ayuda a dejar atrás expectativas, juicios, las necesidades de más. Vas cargado con una mochila y, paradójicamente, regresas a casa ligera como una pluma.
Pero si no estás dispuesto a vivir las exigencias de un camino a pie que te enseñará tus límites y fortalezas, si no quieres renunciar a las comodidades y placeres de la vida cotidiana, si crees que necesitas una ducha todos los días o un café por las mañanas, si tienes escrúpulos, prejuicios, vergüenza, si no te quieres arriesgar, si no tienes espíritu de conocerte mejor, de estar contigo, de asombrarte, si no quieres hacer el esfuerzo de cargar solo con el peso de lo que necesitas, si no vas a cuidar del Camino… en fin, si en el fondo te da igual, POR FAVOR no vengas al Camino. Vete a la playa, a visitar otro país, a una casa rural en la montaña, a donde quieras, pero no hagas el Camino.
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