Camino de Santiago: Un largo cementerio lineal
A diferencia del pasado, en que los peregrinos raramente salían del anonimato, el Camino del presente es, como nuestra sociedad, una experiencia más individualista. Es así como la memoria, por más que entre los humanos tan solo sea un vano ejercicio fugaz frente a las dimensiones cósmicas espacio-temporales, supera lo colectivo y hace acto de presencia para intentar recordar a quienes se han ido antes de concluir su viaje. Sin duda un loable propósito, por parte de familiares, amigos y compañeros de ruta, el de perpetuar con discretos, o no tan discretos monumentos, esta memoria. Sin embargo, el efecto de la multiplicación —ley de vida, en este caso de muerte, pura estadística—, está provocando que las rutas jacobeas más transitadas se vayan poblando, poco a poco, de estos testimonios.
En todos los caminos, el Francés el primero, el infortunio ha segado la vida de numerosos peregrinos. Las causas no son las del pasado (violencia, pestes y otras enfermedades, agotamiento físico), sino sobre todo los accidentes de tráfico y los infartos. Son hechos que la prensa recoge, pero que las administraciones del ramo turístico siempre minimizan, aludiendo a que dado el ingente movimiento de gente que conocen los itinerarios jacobeos, los sucesos luctuosos (moderna terminología para pulir las aristas de la tragedia) son cuantitativamente irrelevantes, un infortunio que puede acontecer en cualquier sitio (como dicen los ancianos, «estaba de Dios»), etc.
Allí donde se sabe que ha muerto un peregrino van surgiendo espontáneamente, puro sentimiento solidario del hoy por ti mañana por mí, las piedrecitas y crucecitas de madera del formato humilladero: estampitas, cruces, rosarios y otros elementos piadosos, candelas de los chinos, flores naturales recogidas en el entorno o de plástico, objetos personales que nada pegan en el contexto —incluida alguna prenda de ropa—, llaveros, pins, corazones,… en fin, como al pie de las Torres Gemelas o de cualquier otro escenario de un atentado, catástrofe o asesinato, la moderna iconografía del buenismo que preside el mundo occidental y que infructuosamente combate Arturo Pérez Reverte desde sus sermones dominicales.
Todo ello sin meternos en la vereda, estimulada con tanto éxito por The Way, de quienes peregrinan portando las cenizas de un difunto para depositarlas en algún lugar concreto, emblemático o vinculado a sus vivencias más intensas, o esparciéndolas por doquier, un poquito aquí, otro allá, reservando algunos gramos para aventarlos en los promontorios de la Costa da Morte.
Evidentemente, la lucha contra el olvido a través de la individualización no es un fenómeno exclusivo del Camino de Santiago, porque en todos los ámbitos se dan casos similares. Si antaño predominaban los monumentos colectivos en recuerdo de un naufragio, terremoto, incendio, batalla o por desaparecidos en el mar, y se colocaba, por resultar imposible uno per cápita, un memorial que los representara a todos, ahora se tiende a la singularización. En este sentido apoyamos la idea de Manuel Rodríguez, que hasta el momento ha predicado en el desierto, para instalar en los jardines posteriores al palacio de Raxoi, donde estuvo el cementerio de peregrinos del Hospital Real (ahora Parador), un memorial de recuerdo colectivo en esa meta que, por momentos, se manifiesta con tanta frialdad frente a los sentimientos peregrinos.
La lógica coral comenzó a trastocarse tras la I Guerra Mundial, cuando los franceses optaron por dejar constancia de todos y cada uno de los caídos en cada pueblo o ciudad. Cierto que estaban los listados de los soldados muertos en combate, pero al menos todos en un único monumento, ya que la empresa de la lucha por la libertad había sido colectiva. El modo fue copiado en otros países y tras otras contiendas.
Es obvio que precisamos de la memoria para reforzar nuestro sentimiento de pertenencia a la comunidad y el país en el que nos ha tocado en suerte o desgracia nacer, pero no parece sensata una deriva en que los recuerdos truculentos se extiendan por doquier, sin más control que el debido respeto al dolor, el duelo y la voluntad de los familiares y compañeros del finado, y menos aún en un espacio natural protegido o en un Bien de Interés Cultural. Y además esto se ejecuta, normalmente, sin ningún tipo de licencia, por la vía de los actos consumados, ¿quién puede ser tan cruel para oponerse al recuerdo?
Por lo tanto planteamos esta pregunta sin ningún afán polemista: ¿es deseable que se sigan instalando placas y monumentos allí donde un peregrino ha fallecido, insistiendo en el modelo necrológico individualizado? Entiendo que la cuestión, como todas las que tocan la fibra sensible, puede resultar engorrosa, y que muchos preferirán mirar para otro lado. Desde luego no está en nuestra intención parecer un ogro, pues cada vez que pasamos junto a uno de estos memoriales también reflexionamos y nos emocionamos. Solo pretendemos constatar una realidad que no dejará de crecer en el futuro, pues son cientos de miles los peregrinos que caminan o pedalean hacia Compostela cada año (se estima que más de medio millón en 2019, superando las alicortas cifras de la Oficina de Peregrinación), y analizar las consecuencias de dicha multiplicación.
Cada cual es libre de desarrollar sus ritos, algunos sin duda ancestrales, y dejarse guiar por tradiciones o fetichismos. El recuerdo sin duda es importante para los allegados, que suelen realizar un acto evocador en el momento de la instalación, con la asistencia de los de los de aquí, sean asociaciones jacobeas o vecinos de la zona. Pero al paso que vamos no quedará ni un kilómetro de Camino Francés sin su muerto, y acabaremos reproduciendo el estilo de las calzadas romanas, repletas de necrópolis y mausoleos en las afueras de las poblaciones.
Bien pensado, la situación se nos antoja más parecida a la generada por aquellas campañas para reducir los accidentes en las carreteras, que se hicieron tan populares en los años 60 y 70, en que se colocaba un recuerdo no por parte de la familia (estos perduran), sino por las autoridades para advertir de la peligrosidad de una curva, cruce o tramo. Llegaron a ser tantos los avisos que, más propios ya de una película gore, resultaron contraproducentes. Aún los hemos visto, en este milenio, en algún departamento de Francia, consistentes en unas siluetas humanas negras, evocadoras de esas fantasmagóricas apariciones de las que habla Iker Jiménez, a veces provistas de un número que refleja los fallecidos en aquel fatídico lugar. Aterrorizar no parece un buen sistema.
Los memoriales del Camino, que aparecen tanto en núcleos urbanos como, sobre todo, en el medio del campo y el bosque, adquieren diversos formatos. El más discreto y económico es el de la placa, atornillada en un muro o dispuesta sobre un podio de piedra. Con mayor volumen también encontramos cruces, entre quienes profesan la religión cristiana, y otras figuraciones simbólicas o evocadoras de la despedida que, en realidad, reproducen la iconografía de los cementerios: el adiós y el vacío, la cortedad de la vida, la presencia angélica, la ascensión del alma o la resurrección.
Por citar solo algunos ejemplos del camino con mayor trayectoria, o sea el Francés, pensamos en el paso del Pirineo navarro, donde por desgracia ha habido bastantes fallecidos. Llegando a Roncesvalles está la placa del brasileño Gilbert Janeri (2013) y en el hayedo posterior a Lintzoáin la del japonés Shingo Yamashita (2002). En la salida de Villatuerta encontramos, en un área de descanso, el memorial de la canadiense María Catherine Kimpton (2002), que murió en un trágico atropello, librándose su esposo por cargar en aquel momento las dos mochilas, que le sirvieron de air bag.
Al salir de Navarrete, en un lugar tan idóneo como el muro del cementerio, se encuentra una pequeña y simbólica obra de arte, tal es el sencillo monumento dispuesto en recuerdo de la peregrina belga Alice Craemer. También atropellada en julio de 1986, por lo que se considera el primer óbito por accidente de esta nueva fase de la peregrinación, ha sido representada sedente, despidiéndose de quien sigue a pie su Camino, el mismo que su marido e hijo hicieron al año siguiente del suceso.
Podríamos continuar la lista, sin citar muchos más, a través de la cruz de Manfred Kress en Bercianos del Real Camino (1998), la bicicleta quebrada en recuerdo del ciclista alemán Heinrich Krause en El Acebo (1988), el memorial del finlandés Jouko Tyyn (2001) en el albergue parroquial de Ponferrada, el del alemán Prosper Charles Remy ante la granja de Barreiros (Sarria, 1989), saliendo de Salceda las sandalias de fundición abandonadas en una hornacina de un murete recordando al suizo Guillermo Watt (1993), poco después la placa del falangista Mariano Sánchez-Covisa (1993), y justo antes de Pedrouzo la placa de la holandesa Myra Brennan (2003). Cada quien podrá añadir otras muchas.
Por voluntad de la familia no se colocó ningún monumento en recuerdo de Denise Pikka Thiem, asesinada en la variante de Castrillo de los Polvazares en 2015, sino tan solo una pequeña placa en la ermita de Valdeviejas. En este caso nos tememos que las autoridades que velan por la buena imagen del Camino no verían con buenos ojos que aquel drama sea recordado.
Por nuestra parte, y si bien lo hecho, hecho está, nos declaramos preocupados de que se perpetúe sin cortapisas esta práctica. No por el temor de asustar a nobeles peregrinos, ya que el Camino como metáfora de la existencia lo es también de su finitud, y tampoco por ocultar la muerte, como se hace cotidianamente en la hedonista e insustancial sociedad de consumo, antítesis de nuestra peregrinación, sino por no acabar convirtiendo el Camino en un cementerio lineal.
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