Camino de Santiago: Un breve relato de amor
Es una tarde calurosa de junio de 2004 y camino en plena campiña francesa, más allá de Cahors; tras varias horas alcanzo, por fin, mi destino, un minúsculo pueblo en la cima de una modesta colina. Tiene una única calle, tan ancha que parece que los vecinos de ambos lados se odien, y sin rastro de vida como si hubiera caído una bomba de neutrones. Voy a donde mi guía dice que está la gîte d’étape; la casa parece cerrada, subo encima de unas maderas amontonadas para mirar por la ventana y en el interior solo veo colchones apilados y sillas rotas. En la calle, una mujer muy mayor sale frente a su portal y me mira con cara de «¿qué está haciendo este idiota?».
Bajo de las maderas sin caerme, me acerco y le pregunto por el albergue. Fermé. Malditas guías, no hay ni una sola de la que te puedas fiar. Siempre he estado convencido de que los que hacen guías no han levantado el culo del sofá en toda su vida. En fin, por suerte la tarde es buena y voy preparado para dormir al aire libre, aunque esta vez no llevo comida. Sé resolver ecuaciones de segundo grado pero no cazar conejos. El siguiente pueblo está demasiado lejos. La suerte parece echada, pero…
Doy un último vistazo a la guía y observo que siguiendo el camino, y tomando a mano izquierda un desvío de unos dos kilómetros, hay un albergue rural privado, del que no hay más datos que su extraño nombre. Un resquicio de esperanza para cenar y dormir en una cama, como harán hoy, y todos los días de su vida, la mayor parte de las personas sensatas.
Sigo el camino y llego al punto donde debo desviarme, pero tengo dudas: no hay ningún cartel indicando el albergue, ¿acaso no quieren clientes?, ¿o el desvío es más adelante? Miro otra vez el mapa topográfico: de joven usé mapas topográficos poco fiables, hechos a mano, en los que algunas líneas de senderos cruzaban precipicios como si no existiera la fuerza de la gravedad. Pero hoy en día están hechos con imágenes de satélite y los errores no van más allá de la toponimia. Sí, estoy en el desvío, así que lo tomo.
Desciendo por un valle boscoso, pensando que quizás los caminos del mapa de mi vida también los habrá trazado alguien a mano, acaso un dios imperfecto. Salgo a un valle ancho, con una gran caserío. Un hombre mayor, fuerte, con camiseta sin mangas, está sentado en un banco de piedra; me da la sensación que no espera a nadie. Cuando me ve confirmo la sensación. Le pregunto por el albergue, me dice que espere y entra en el caserío.
Unos minutos después, por el camino que rodea el caserío, aparece el señor mayor acompañado por un hombre joven, de unos treinta años, alto, delgado y rubio, que se acerca mientras se va abrochando, de forma lenta y amanerada, una fina camisa blanca. Juntos parecen dos especies de humanos distintas, unidos por un incomprensible sarcasmo del destino. Al llegar a mi altura el hombre joven ya se ha abrochado todos los botones. Le pregunto si es posible quedarme a dormir, a lo que me responde que en el albergue hoy no hay nadie, pero que tampoco esperaban a nadie. Mirando el reloj me comenta que los peregrinos suelen avisar con antelación, y que suelen llegar al mediodía. Me parece entender que, muy educadamente, me está llamando impresentable. Le digo que puedo continuar pues voy preparado para dormir al aire libre, eso que los franceses llaman dormir à la belle étoile (a la bonita estrella), y que en cualquier otra lengua sonaría irritantemente cursi, pero que en francés suena casi erótico. Él me responde que puedo quedarme, pero que deberé esperar pues antes debe acondicionar el albergue. Para mi sorpresa, no entra en el caserío, sino que se aleja en dirección... a una ermita! Ni la había visto: a unos setenta metros hay una pequeña y vieja ermita de piedra.
Todo me resulta extraño: el hombre mayor de mirada sombría, el nombre del lugar, el viejo caserío en aquel perdido valle, la solitaria ermita, el chico rubio algo afeminado, de aspecto angelical, educado, refinado… envío dos msn a amigos para indicar el lugar en el que me encuentro. Si desaparezco, al menos que sepan por dónde empezar a buscar el cuerpo.
Finalmente, el chico sale de la ermita y me hace señas para que me acerque. Al entrar me quedo asombrado: había sido maravillosamente acondicionada como albergue, a dos niveles, con varias literas, baño y cocina. Me cuenta que todavía tienen pocos clientes, porque el albergue lleva en funcionamiento poco más de un año y aun no salen en muchas guías, y solo se han anunciado en revistas especializadas… ¿revistas especializadas? ¿en qué?
Después de la ducha subo a la cocina, donde el chico está preparando la cena. Me sirve una copa de vino blanco y charlamos; dejo caer, como sin quererlo, que a mí me gustan las mujeres. Veo que en la estancia hay muchos libros: quizás tenemos en común el interés por la literatura. Pero buena parte de sus autores favoritos yo los considero unos pelmas —aunque callo, al fin y al cabo está cocinando para mí—, y cuando enumero los míos tampoco parece que le despierten gran entusiasmo. A él le gusta el teatro, pero a mí no. ¿Qué hace un joven culto y amante del teatro viviendo en el último rincón del mundo? Finalmente, cuando prepara la mesa, pone tres platos: vendrá su pareja.
Nos sentamos a la mesa y poco después aparece por la puerta un hombre de aproximadamente su misma edad, moreno y de complexión fuerte. Su aspecto es de un profundo cansancio, con la piel demacrada y de mirada apagada. Me saluda con cortesía, se sienta y coloca sobre la mesa, con lentitud, un gran número de comprimidos que se toma antes de la cena. Habla perfectamente español, pues vivió varios años en Ibiza, lo que nos facilita a los tres la comunicación. Él, al igual que su pareja, son de París, donde han residido hasta hace poco más de un año. La conversación gira sobre los lugares de España que ambos conocemos, un recurso siempre digno en estos casos. La cena es exquisita: terminada, el chico moreno se disculpa y se marcha.
En la sobremesa tomamos un bourbon. Yo miro por la ventana, donde la oscuridad cae sobre los árboles, los prados y las piedras. Hablamos. Mi francés es limitado, pero a mí, como harían mis escritores favoritos, me interesa el sentido de lo que me cuenta, no los detalles. Y el sentido lo entiendo. Afuera, veo mi yo-niño corriendo por el prado: cuántos años me preparé para sobrevivir en un mundo de certezas que ya no existe.
Al día siguiente, temprano, él ya está en la cocina, con el desayuno preparado, despierto, como si no hubiera dormido, como si no necesitara dormir, como si solo yo cargara con el castigo de ser humano. Después del desayuno y de preparar la mochila, salimos del albergue y me indica un sendero para recuperar el camino sin necesidad de retroceder. Al llegar al sendero me quito la mochila para beber agua y me giro; él hace un gesto de despedida y entra en la ermita-albergue. Hay personas que pasan toda su vida probando cuán fría está el agua, y otras que se lanzan desnudas al mar. Digo un suerte que nadie oye, cargo la mochila y sigo el sendero, entre los árboles, y sigo el sendero porque ¿qué es un largo camino a pie sino una despedida, tras otra despedida? ¿qué es un largo camino a pie sino emprender, cada mañana, un viaje hacia algún lugar en el que nadie te espera?
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